jueves, 1 de abril de 2010

Tiempo

Mi memoria de tu cuerpo son las notas de una guitarra, la melodía de una trova melancólica y de vez en cuando una lágrima salada. Por eso cuando me abrazas, las formas de nuestras manos moldean una canción y en su letra nos dice que el recuerdo de pronto y sin avisarnos, nos llenará de dicha, y esperanza de volver a ver, esas sonrisas que un día nos parecieron eternas. Pues aunque te fugues de mi lado, yo amo tu presencia y ausencia, porque cuando no estoy contigo te llevo por dentro. Te he perdido muchas veces, de muchas formas diferentes y jamás terminaré de hacerlo, porque tú nunca has sido mío. Volviendo a ese abrazo, de pronto empecé a notar que ya nunca más amanecía, que jamás volvió a salir el sol. El éter nos regalaba una noche de muchos días, un día que no empezaba, el tiempo rebobinando nos sorprendió con las almas prendidas cuando en susurros sobre mi cuello "No me sueltes, comienzo a extrañarte" dijiste casi llorando.

jueves, 18 de febrero de 2010

Vestidos de agua


Mi pelo huele a incienso, el suyo a un humo de pastizales verdes, lo conozco, no sabes cuántas veces lo he sentido.
Caminamos abrazados como uno solo, bajando con prisa desde el cerro más próximo al río, deseamos fervorosamente zambullirnos en esas aguas correntosas y gélidas, el amor nos arrebata con su veneno inverosímil. Sabemos lo que significa, en mis venas hay algo de su sangre, un resquicio que nos une desde que tenemos memoria, pero nos separa en la eternidad. Hace meses que no llueve, las piedras del camino están sueltas, la polvareda que se levanta al paso de las ovejas delante de nosotros nos ahoga y el verano está encima con toda su furia en llamas. Siento que se escurre su brazo bajo mi cintura y se aparta indiferente, con unos silbidos agudos azuza a las ovejas hasta encerrarlas en el corral que comienza justo donde nace la planicie. Nos conocemos. Antes de que sus inertes actos se conciban sé que levantará una ceja conminándome a seguirlo. Se quitará la camisa y no esperará a que me desvista para lanzarse al río. Entre pensamientos voy viendo en realidad cómo lo hace y no me canso de que el ritual de encontrarnos desnudos y dispuestos bajo el agua se repita sin cansancio. Por primera vez espero, veo como se sumerge completamente y el agua se lleva la tierra pegada a su piel, luce fulgente mezclado en el reflejo del sol, el río parece tragarse sus rayos y mil diamantes se depositan en la superficie, es un espejo.
Pienso una vez en las rocas resbaladizas bajo mis pies, en sus manos sosteniéndome liviana, en la dulzura de las gotas que escurran por su boca. Me lanzó tal cual estoy como un torbellino al río, pesa la ropa mojada y él sonríe puerilmente por mi impulso, me despoja del pañuelo que cubre mi cabeza, besa mi frente y en el acto abro las piernas y lo rodeo con ellas para atraerlo a mis caderas, acabamos desvistiéndonos con tal prisa que mi falda se escapa con la corriente hacia el este, nada importa cuando nos ha embriagado el sabor del deseo.
Comienza a anochecer y ambos ya hemos expulsado el espíritu que llevamos dentro, con un suspiro me reincorporo y medio vestida me encamino a casa. Él tras de mí pregunta “¿Piensas llegar así?” y escruta mi cuerpo, mis piernas desnudas son acariciadas con su mirada salvaje. Se quita la camisa y estirando las mangas las amarra a mi cintura, así cubre lo que sabe sólo a él le pertenece, mi humanidad completa. Cuando termina de deslizar el nudo, resbala con brutal pasión en mis formas generosas y abrazándome por la espalda ase en vilo mi peso, da vuelta una vez y mis piernas lánguidas siguen el juego. Estamos frente a frente y distingo sus labios amoratados por el frío, el peso de la noche nos cae y aún nuestros cuerpos estilan como trapos. Levanto la cabeza y él me sigue, dos estrellas se han apostado precisamente sobre nuestras cabezas, segundo a segundo aparecen más y más, sumergiéndonos en un cielo eterno, el mismo que hemos visto cada noche hace veinte años. Le hablo apenas susurrando, nuestros alientos se mezclan “No creo que pueda cansarme de esto jamás”.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Ódiame hoy





Tengo en el corazón algo que lo está amarrando, lo ahorca de vez en cuando, aprieta y duele, reclama insistente porque la lejanía de su presencia no es liviana, no hay cura para el vacío que ha dejado, no hay forma de sobreponerse; mi estómago hecho un nudo no cesa de retorcerse, esta sensación se parece al miedo, descubrí hoy que el dolor y el miedo son casi iguales. Pero el miedo acaba, cuando gritas, cuando el fantasma desaparece.
Se ha ido, se ha ido y me dejado, clavada a este suelo inmundo de crueles culpas, esperándolo en esta infinita estación del llanto, donde de los árboles caen lágrimas y el viento sopla suspiros.
Éramos uno, articulados de tal manera que la aurora nos envidiaba, nos envidiaba la luna, nos envidiaba la tierra entera. Hoy, sin embargo, sus labios se han apagado, su aliento abrasador deshizo este amor a suaves cenizas, a restos insignificantes. Hoy que lo recuerdo, mi mente delinea su rostro, la memoria de mi tacto se remece pues evoco también su figura garbosa. ¿Dónde acaban los sueños? ¿Dónde empieza el dolor?
Pues bien, han pasado ya cinco meses; lo conocí un día de junio mientras caminaba despistada por Avenida Cristóbal Colón, conectada a mi iPod escuchaba Hate me today y tarareaba despreocupada su melodía punzante.
-Hate me for all the things I didn’t do for you...- cantaba cuando me senté a esperar el autobús en el paradero.
-What didn’t you do?- preguntó una voz masculina tras de mí.
Sorprendida seguí la voz, pues a pesar de que la música interfería lo escuché con claridad, su tono grueso y profundo me sedujo, así como su inglés de acento ambiguo. Cuando lo observé, sonrió. Era un hombre alto, de cabello castaño y enormes ojos azules, su rostro anguloso lucía una barba crecida de unos tres días y el sol revelaba algunos destellos rojizos en su mentón.
-Lo siento, pensé que hablabas inglés- se excusó cuando pasado un momento no le respondí.
-I’m doing.
-Then, what didn’t you do honey?- volvió a preguntar.
Creo que me sonrojé, pues inmediatamente sentí mucho calor, era realmente apuesto y estaba también realmente interesado en mantenerme atenta.
-Escucha, sólo es una canción, no necesariamente estoy lamentándome por haber dejado de hacer algo por una persona- aclaré luego en español, pero él continuó mirándome.
-Steve- dijo amablemente y estiró la mano presentándose.
-Quillén- respondí, presentándome también.
-Beauty name to a beautiful woman.
-¿De dónde eres?- pregunté haciendo mi mayor esfuerzo para coquetearle y olvidarme de la canción, ese Hate me for all the things I didn’t do for you... sí era un lamento por no haber hecho lo suficiente la última vez que amé a alguien.
-Vengo llegando de Nueva Zelanda, tengo unos negocios aquí.
-Hablas muy bien español.
-Y tú muy bien inglés, lo noté cuando cantabas.
Sonreí y hubo un silencio prolongado, examiné sus ojos cándidos y tuve ganas de seguir charlando con él.
-¿Hacia adónde vas ahora?- inquirí demasiado interesada.
-Busco la estación de trenes, me han dicho que desde aquí sale un autobús hacia allá- fue el pie a la relación que se desencadenaría pronto entre nosotros, floreciendo espontánea, obedeciendo al destino quizás.
Lo acompañé hasta la estación, con la excusa de que me dirigía a un lugar cerca de allí, conversamos de forma muy amena, era fácil hablarle, tan receptivo a todo, tan liviano de llevar, quizás lo que me acomodó fue que siempre creí poder manejar toda la situación, nunca me sentí apabullada por su presencia, era tan dócil, tan perfecto para mí, alguien a quien, a pesar de parecer estoica, las sensaciones se le solían escapar y le ganaba la timidez.
-Me gustaría verte nuevamente ¿quieres?- dijo mientras sacaba su celular del bolsillo de la camisa y hacía el ademán de anotar algo.
-Claro- contesté y comencé a dictarle mi número telefónico.
Así comenzó todo.

Tres meses después, todo era un hecho, se había liberado en nosotros una pasión inimaginable, sin embargo, había tantas cosas que no sabía de él, cosas que me intrigaban a diario, pero cuando lo tenía cerca pasaban a segundo plano, cuando sentía sus labios cálidos revolviéndome la vida. No supe jamás qué tipo de negocios tenía Steve en Chile, ni porqué nunca hablaba de su vida en Nueva Zelanda ¿Qué habría estado pensando? ¿Cómo nunca sospeché?
Un día mientras desayunábamos tocaron el timbre, tal como estaba, medio vestida salí a abrir, pues no pensé que fuera algún extraño, a esa hora solía pasar Isadora a visitarme, antes de partir al trabajo. Pero el escenario al abrir la puerta fue muy diferente a lo que imaginé, tres policías de investigaciones con placa en mano y un rostro agriado se presentaron.
-Policía de investigaciones, tenemos una orden de arresto en contra de Steve Karev Evans.
Abrí los ojos como platos y mi boca tampoco dejó de hacerlo, una sensación fría me recorrió el cuerpo, anonadada los dejé entrar sin mediar discusión. Paralizada en la puerta observé cómo tomaron a Steve por ambos brazos, torciéndolos hacía su espalda e inmovilizándolo inmediatamente, uno de ellos lo sostuvo mientras otro leía el documento que me había mostrado al entrar.
-Señor Steve Karev, está siendo arrestado por inmigración ilegal, porte y tenencia ilegal de armas de fuego, asociación ilícita y fraude. Usted tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser usada en su contra ante un tribunal. Tiene derecho a consultar a un abogado y a tener a uno presente cuando sea interrogado por la policía. Si no puede contratar a un abogado, le será designado uno para representarlo- sentenció el policía en un par de minutos. Tiempo suficiente para sentir cómo se desmoronaba mi vida.
Me quedé congelada, haciendo conjeturas en mi cabeza sentí que acababa de configurar una naturaleza dicotómica en mi vida, de verdades y mentiras, no supe dónde comenzaba una y terminaba la otra, ni tampoco quise descubrirlo, por el miedo de que todo lo que había amado de él hasta ese momento se transformara de pronto en una ilusión, se derrumbaba el castillo de arena, lo había construido sobre apariencias.
-Quillén, yo puedo explicarte, diles que me suelten, ayúdame por favor- me dijo cuando los policías comenzaban a sacarlo del lugar. Acongojado me miraba con sus ojos de agua, tenía las cejas arqueadas como si pidiera disculpas, su voz destemplada me traspasaba la piel, pero nada podía hacer si estaba sintiendo que no tenía voluntad suficiente para responder ante sus súplicas, ante su desesperado soliloquio ¿Cómo se sigue de pie en una situación así? ¿Hay respuesta?
No dije ni hice nada, se lo llevaron.
Al día siguiente, partí apesadumbrada hacia el cuartel policial, a buscar respuestas, a intentar rearmar mis planes de vida.
-Verá señorita, Karev está acusado de cargos importantes, ni el mejor abogado podría sacarlo de aquí fácilmente; entiendo que esté asustada, más si no sabía nada de esto, pero debe tener cuidado con quien se involucra, él le ha mentido mucho. No viene de Nueva Zelanda realmente, es norteamericano, y los negocios que tiene aquí, tienen relación con drogas, con drogas duras que está importando él junto a algunos socios desde Estados Unidos. Es una situación grave, debo advertirle que usted también será investigada. Puedo ver que no tiene relación con el narcotráfico, le creo, pero no depende de mí ¿Quiere verlo?
-Me gustaría hacerlo ¿No hay problemas?- pregunté, temblorosa por la situación que debería enfrentar.
-Sígame- indicó el policía y me llevó hasta una sala pequeña con una mesa al centro, dos sillas a cada lado y una gran ventana en el fondo, opaca, seguramente desde donde él estaría observando.
Esperé sentada, hasta que un hombre trajo a Steve, esposado y con el rostro demacrado, noté sus ojeras y adiviné que no había dormido.
-¡Preciosa! Viniste a verme, sabía que me creerías, lo sabía…- decía cuando intentó acercarse a mí, pero al advertir mi indiferencia se enmudeció.
-No quiero palabras innecesarias, explícame y me iré, rápido- pareció empequeñecerse, pero ya sentado se dispuso a hablarme.
-Cariño, están buscando a otra persona estoy seguro; sí es verdad, he tenido problemas con la justicia anteriormente, con las drogas, pensé que por eso estaban buscándome, pero los cargos que me imputan son falsos, no he hecho nada de eso, tienes que creerme. Nunca te habría mentido así, no puedo, te amo y lo sabes, mírame es verdad…- sus ojos se habían humedecido y agachó la cabeza tristemente, algo se rompió en mí. -I'm tripping on words, you got my head spinning- pronunció lentamente, esas palabras nos tocaban a ambos en el fondo de nuestros corazones, pues era la frase que había usado tiempo atrás para decirme lo que estaba sintiendo por mí.
Me puse de pie y salí, no podía oírlo mentirme más, todo estaba comprobado, los errores eran imposibles, la ley sobre él y el dolor sobre mí, sin poder ayudarnos; dónde guardar ahora ese amor explosivo que sentía, esa necesidad de él, de quererlo hasta el infinito, cómo apagar ese fuego, cómo olvidar sus palabras, su voz cuando me cantaba en las noches una canción romántica para adormecerme, sus manos que me acariciaban con la sutileza de un dios, qué hacer con el amor, que poco a poco comenzaba a transformarse en recuerdo.
Tres semanas y su ausencia me había hecho polvo, no tenía ya de dónde más agarrarme a la vida de antes, un grito escapaba de mí, un auxilio que jamás se hacía concreto porque no existía en el mundo alguien capaz de entenderlo, no había cielo ni infierno para mí.

Estoy en un purgatorio insufrible y no hay luz en ningún lugar, esta mañana al levantarme tomé la decisión, en el último rincón de una caja gris hay un frasco de cristal que contiene un brebaje de cicuta, lo conseguí cuando estudiaba química en la universidad y lo guardé como una anécdota más. Es lo que tengo, ahora me pongo de pie y camino hacia el desván, comienzo a buscar entre el desorden y ya lo tengo en mi mano, sé que soy muy cobarde para propinarme una muerte más efectiva, un disparo en mi frente sería ideal, pero me conformo con esto, planeo beberlo hasta no dejar ni una gota y dormirme antes que surta efecto, antes que comience a retorcerme de dolor.
Un segundo, dos, tres, cuatro. Ya lo he bebido enteramente y siento que arde un poco mi lengua. Tomo el frasco y lo lanzo al basurero, con la esperanza de que nadie lo encuentre y pueda mi muerte pasar inadvertida, quisiera que nadie supiera que lo estoy. Me encamino hacia el dormitorio, pero cuando cruzo la puerta de él oigo el timbre, pretendo pasarlo por alto, pero luego caigo en la cuenta de que será aún más sospechoso si no abro y descubrirán pronto mi cadáver, tengo la mente muy fría en estos momentos, sé que aún quedan un par de minutos en los que puedo parecer normal, camino hacia la puerta de entrada para ver quién es. Abro y me sorprendo.
-¡Quillén, amor, me dejaron libre, ves como se había equivocado, apareció el verdadero culpable- dice Steve mientras salta de felicidad y me toma por la cintura, me eleva en el aire y da una vuelta, está fascinado y yo no puedo evitar el emocionarme junto a él. Lo abrazo también y beso su frente, sus mejillas, su boca curvada en una sonrisa.
-Steve, Steve, Steve, Steve…- repito frenética, el calor de la sorpresa se ha apoderado de mí, siento que una llama sube y baja por mi estómago, estoy radiante, todo ha vuelto a la normalidad de un segundo a otro, creo en los milagros, creo en Dios, él me está devolviendo la vida.
Steve me besa con pasión, como si necesitara de mis besos para sobrevivir, para apagar esa alegría terrible de verme otra vez, me besa por el cuello, los hombros y desabrocha mi camisa violentamente, aún me tiene entre sus brazos y el calor en mí aumenta, necesito su cuerpo, sus caricias exquisitas, un calor terrible, un calor insoportable.
-¡Aire, aire, necesito aire!- vocifero ahogada.
-¿Qué pasa preciosa? Todo está bien, todo está bien, todo está bien…- se deforma su voz en el ambiente, no es calor es dolor, es desgarrador, es el veneno, es mi muerte inminente, no puedo deshacerlo ahora.
-Steve, Steve, Steve… Perdóname, Hate me for all the things I didn’t do for you- vuelvo a repetir. -¡Mátame maldita sea, esto duele!- caigo al suelo ya sin respiración.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Tormento en flor


Cegados por las estrambóticas luces de colores, Josephine y Amaro se habían relegado a un rincón de la casa; era el cumpleaños de Flora, compañera de universidad de ambos. Habían asistido por simple cumplimiento del deber, pues la amistad que ella les profesaba no era realmente recíproca, para ellos, Flora no era nadie. Extrañamente desde hace años se tenían el uno al otro y poco les importaba hacer nuevas amistades, ni conocer gente, menos compartir sus vidas con alguien más. Sólo ellos dos y su intimidad terriblemente oscura, pues a pesar de ser solamente amigos, más de una vez alguna situación había pasado a mayores y terminaron retozando en alguna de las habitaciones de la gran casa que compartían. Lo cual parecía no cambiar el curso de sus vidas, pues podían hacer locamente el amor una noche y a la mañana siguiente parecía que nada había cambiado.
En el rincón, Amaro sacó un cigarro de su bolsillo y ofreció otro a Josephine, al encenderlos, la claridad de la llama iluminó sus rostros, enfrentados como maniquíes sin expresión, ella lucía unas moradas ojeras desde la mañana, el maquillaje no las había disimulado en absoluto, desde hace días dormía poco y se mantenía en pie con una gran cantidad de litros de café muy cargado, Amaro la observó y sonrió, pensando en cómo se había dejado convencer por ella para asistir a la terriblemente aburrida fiesta.
-¿Quieres irte?- preguntó amable, fijando la mirada en su rostro pequeño y cansado.
-Deberíamos quedarnos un rato más…- se excusó, expulsando pausadamente el humo del cigarro desde su boca.
-Mírate Joss, no me obligues a sacarte de aquí porque sabes que lo haré.
-Bien- accedió ella refunfuñando y se puso de pie, salió de la casa sin despedirse y esperó afuera, en medio de la fría noche, que Amaro se excusara por su partida. Tras un par de minutos él también salió.
Decidieron caminar, pues ya avanzada la noche, muy difícilmente encontrarían un taxi por las calles, más de quince cuadras los separaban de su casa. Era marzo, los aquejaba el típico fenómeno de los días cálidos y las noches frías, habían salido cuando aún estaba claro y Josephine sólo vestía una polera delgada, se estrechó al torso de Amaro y caminaron abrazados y en silencio mucho tiempo.
El sonido inconfundible de tacos en el asfalto les llegó desde la lejanía, pero paulatinamente el eco se fue acercando, las pisadas acelerando, en un momento casi pareció que alguien corría tras ellos, aproximándose atrevidamente. Amaro se volteó intempestivamente. Pero no vio más que a un perro que los seguía en silencio, con un trote gracioso y ligero.
-¿Oíste los pasos verdad?- interrogó él a Josephine, levantando una ceja y apretándola aún más contra su cuerpo, se había sobresaltado.
-Sí y muy cerca- respondió y se volteó también, cerciorándose de que nadie los seguía, excepto el perro claro.
No prestaron mayor atención, a pesar de que él comenzó a chequear los alrededores de vez en cuando, indagando en los rincones oscuros, reparando en los sonidos extraños; pero no escuchó más que grillos, susurros, música y autos, y no vio más que soledad y negrura.
Al llegar a casa, entraron juntos, pero ella se percató de que el perro aún los seguía y se había quedado sentado junto a la puerta cuando ellos la cerraron, entonces avisó a Amaro que saldría un momento y llevó un plato repleto del alimento del gato para dárselo al peludo amigo que la esperaba fuera.
Mientras, dentro de la casa, Amaro se quitaba la chaqueta con lentitud, de pronto se sintió muy cansado.
Escuchó un horrible y desesperado grito femenino desde el exterior, su cabeza se completó de turbios pensamientos cuando cayó en la cuenta de que Josephine estaba afuera, el corazón se le aceleró hasta el punto en que creyó oírlo sin dificultad, un asfixiante nudo le constriñó la garganta. Con premura salió corriendo en su auxilio. Desde el umbral de la puerta observó la escena: nada.
-¿Joss? ¿Joss, dónde estás? ¿Josephine?- preguntó varias veces sin conseguir respuesta, esa era la escena, vacía. El lugar donde debía estar ella y el melindroso perro estaba vacío. Ni huellas, ni sombras, ni olores, ni sonidos. Nada.
Se aproximó un par de pasos más lejos de la casa e investigó el entorno con una mirada exhaustiva, continuaba acelerado, nervioso por la desaparición de Josephine.
-¿Joss?- repitió por última vez con voz muy débil.
De un golpe seco, la puerta se cerró a sus espaldas.
-Amaro…- oyó como un susurro en su hombro. Se movió torpemente, girando para ver la puerta cerrada y luego haciéndolo otra vez para enfrentar a quien farfullaba en su oído. Nuevamente, nada.
-¡Ya basta, no es gracioso!- vociferó colérico, pero aún más nervioso; una gota de sudor inoportuna atravesó su rostro, una gota redonda y brillante. Sus sentidos terriblemente alerta percibieron el tic tac de un reloj, ciertamente comprendió que no estaba solo y aquella compañía no era Josephine jugándole una broma. No había traído las llaves con él, no podría volver a entrar a la casa y su amiga se había esfumado. ¿Qué debía esperar ahora?
Se quedó paralizado, ningún plan podría urdirse en su cabeza estando así de asustado. De pronto sintió que una mano se le deslizaba por la espalda, un aliento álgido se le colaba entre la delgada camisa que llevaba puesta, sus músculos rígidos se entumecieron aún más, un recogimiento en el estómago y el pecho le hicieron olvidarse de sí mismo, todo su ser se concentraba en aquella presencia que lo rodeaba, todo su temple que se empequeñecía conforme pasaban los tensos minutos y no había un clímax horrible como el que esperaba.
De pronto, sin aviso previo, un brazo le apretó el cuello, constriñéndolo cada vez más y más fuerte.
-¡Y a ti quién te dijo que podías irte de mi fiesta!- gruñó la voz a sus espaldas.
-Flo…- susurró Amaro y cayó asfixiado al piso.