viernes, 30 de octubre de 2009

Perpetuo calificado

En el último cuarto de la gran casa, donde las cortinas aún no se abrían, ni el sol penetraba esplendoroso, dormía Amanda enroscada como una crisálida entre las sábanas blancas; buscaba inconscientemente, tanteando con su mano, el cuerpo de Vicente, que la noche anterior se había dormido junto a ella. Cuando su onírica indagación al fin fracasó, comenzó lenta y tristemente a abrir los ojos, como quien se decepciona antes de saber porqué lo ha hecho.
Curiosa paseó la mirada por la habitación, encontrándose sola. Entonces se deshizo de las sábanas que la envolvían y se levantó. Al enfrentarse al espejo que había frente a la cama observó con esmero su cuerpo desnudo, acariciándose los muslos, como si eso le diera un nuevo impulso a sus pasos de princesa. Se encaminó gozosa repitiendo en su mente que no había mujer más hermosa que ella.

-¡Amanda!- exclamó Vicente cuando la vio entrar a la cocina. Impresionado por la transparencia de su piel retuvo el aliento unos segundos; momentos en los cuales se detuvo punto a punto en ese cuerpo que le pertenecía. Reparando en las azulosas venas que le recorrían con gracia las muñecas, trastabillando en las delicadas líneas del contorno de sus pechos, mareándose en el huracán de su cintura que desembocaba en el olimpo.
-¿Por qué no me despertaste?- preguntó ella sin dar mayor importancia al rostro embelesado de Vicente. Sabiendo que tenía el perfume del éxtasis impregnado en el cuerpo.
Él se acercó sin mediar explicaciones, sin despegarle los ojos de encima, como un lince caminó hacia ella sigilosamente. Amanda, que se sabía fatal no hizo más que adecuar su silueta a Vicente para que él sintiera cómo se deshacían las uniones nerviosas en su interior, uniéndose luego todas con un solo propósito: quererla. En el preciso instante en que ella había entregado su voluntad al amor, una brisa fría entró desde la ventana abierta contigua a ellos. Vicente la percibió inmediatamente, imposible no hacerlo cuando los sentidos están tan alerta.
-¡Maldita sea! ¿No te das cuenta?
-¿Qué pasa ahora?- inquirió Amanda, asustada por la sobre reacción de Vicente.
-La ventana… te están mirando- explicó él secamente.
Corrió a cerrarla, pero la sutileza con la cual acariciaba a su mujer había desaparecido, quizás huyendo por la misma ventana abierta.
-¡Ve a vestirte!- ordenó enajenado.
Ella aún con su calma de princesa obedeció, no era la primera vez que le gritaba, no era la primera vez que se exaltaba de aquella forma, ni era la primera vez que ella acataba sus mandatos con tal paciencia. Casi desaparecía de la cocina cuando Vicente nuevamente vociferó su nombre y la atrajo a su lado.
-Es la última vez que me haces esto…- pronunció entre dientes, y tomó su pequeña cara con una sola mano, apretando su mandíbula de forma violenta, sin medir la fuerza que ejercía en su blanca piel, terminó por dibujar sus dedos en simétricos moretones en cada una de sus mejillas. Ella no se defendió, apenas le corrió una lágrima que se secó tan pronto como Vicente la soltó.
-¿Qué haremos hoy?- preguntó Amanda antes de marcharse de nuevo a la habitación, tan serena como si nada hubiese ocurrido.
-Elige tú preciosa, podemos ir por las joyas que te prometí o por el jeep que me pediste anoche antes de hacer el amor.
-El jeep- dijo ella revolviendo los ojos, recordando el instante perfecto cuando aquello ocurrió.
-Eso te costará caro cariño.

Al cabo de veinte minutos apareció Amanda vestida de riguroso negro, deslumbrante, sobre unos imposibles tacones aguja y con un cigarro encendido en la mano.
Vicente se entretenía hurgando en su modernísimo celular, pero cuando la vio no pudo evitar abrir los ojos como platos.
-Que sea rápido- dijo Amanda, tomando las llaves de la casa e introduciéndolas en su bolsillo trasero.
No solían hablar mucho cuando un plan ya estaba trazado, pero esta vez, especialmente guardaron silencio, pues era sin duda uno de los robos más grandes que se habían propuesto realizar. El jeep lo había visto Amanda hace cuatro semanas exactas, cuando caminaba por Avenida Pedro de Valdivia a tomar el autobús, un Land Rover color plata del año. El sueño inmaculado de su enfermiza ambición.
Mientras, Vicente repasaba en su memoria cada uno de los pasos que había tramado. Como siempre, Amanda sería el objeto, la carnada y el escudo. Uno de los tantos precios que debía pagar por ser una princesa, o al menos por parecerlo.
-¿Qué tan caro?- preguntó Amanda con la voz destemplada.
-¿De qué estás hablando?
-Dijiste que esto me costaría caro…
-Mientras menos sepas será mejor- respondió muy áspero.

Ya en la puerta de la enorme casa se miraron de reojo, ninguno sabía bien qué hacer, o más bien Amanda no conocía el plan y Vicente no deseaba comunicárselo. Entonces, cada uno por separado actuaría a favor de sus intereses, se distrajeron un minuto y olvidaron qué tan fundamental era la coordinación de sus movimientos. El fracaso ya estaba encaminado.
Ella, diestramente saltó la reja, con tal sigilo que cayó graciosamente sobre los tacones al otro lado del portón. Sacó una orquilla de su cabello y nuevamente con la presteza extraordinaria que le otorgó la costumbre, abrió sin problemas la puerta para que Vicente entrara junto a ella.
-Como siempre- dijo él.
Amanda entendiendo el mensaje al instante supo que debían actuar con delicadeza.
-Como siempre…- repitió Amanda y comenzó a caminar en dirección al jeep, que ya había divisado desde la entrada.
Sin embargo, Vicente no resistió la tentación cuando observó una puerta lateral de la casa abierta. Se dirigió a ella, embobado por los truculentos planes que se enredaban en su mente. Entró haciendo mucho ruido, excitado por el panorama fácil que se le revelaba. La casa absolutamente sola. Una gran sala se extendió delante de él cuando atravesó la cocina y otra vez estupefacto por su descubrimiento hizo gran jolgorio, volteando una mesita pequeña y tirando violentamente los cables del teléfono hasta desconectarlos.
-¡Quédate ahí o te mato!- gritó una voz turbada amenazándolo.
Vicente se paralizó cuando observó que un hombre de unos cincuenta años lo apuntaba decididamente con un revolver, directo a la cabeza.
-¡No te muevas dije!- volvió a repetir, cuando advirtió la intención de escapar de Vicente.
Mientras, afuera Amanda ya había forzado la puerta del jeep y se encontraba sentada con las manos al volante esperando que Vicente saliera por ella.
Vicente se vio sin salida alguna y echó a correr desesperado, el hombre dentro disparó sin reparo alguno, alcanzándole apenas los talones.
Amanda alarmada echó a andar el motor y puso marcha atrás, con tal de salir rápido del lugar pasaría incluso por sobre el portón.
Vicente subió al jeep con premura y tras de él los disparos no cesaban.
-¡Rápido! ¡Vamos, vamos!- instaba a Amanda.
Ella nerviosa miró a su alrededor y atinó a poner reversa con peligrosa rapidez, pero en el momento exacto que lo hizo, una bala entró por la ventana del copiloto. Vicente se cubrió impresionadísimo, con el corazón escapándosele por la boca, miró caer los trozos de vidrio sobre sus pantalones y luego sintió un impacto que venía desde su espalda. Pensó en que había sido alcanzado por el proyectil, pero el impulso que recibió con el golpe lo hizo alertarse aún más y aliviado advirtió que se encontraba sano y salvo, solamente habían chocado contra la reja.
-¡Muévete, podemos derribar el portón! ¡Muévete maldita sea!- ordenó enajenado.
Notó que ya no se movían, no hacían presión sobre la reja y entonces miró a Amanda.
Ella con enormes ojos lo observaba, cada línea en su rostro de pronto pareció exageradamente cerca, como si el horror se le hubiese implantado en el alma, su expresión desesperada se le hizo punzante, doliente, Amanda era una herida abierta en su pecho. Vicente se retorció en el asiento, pegándose a la ventana rota, incrustándosele un par de vidrios en la espalda.
Amanda se desplomó, una bala le había atravesado el cuello.

viernes, 16 de octubre de 2009

Las luciérnagas se apagan

Salí de mi casa desorientada; apenas desperté me levanté de la cama sin pensar y un vahído terminó por botarme al piso, sin embargo, ese mismo mareo sirvió para impulsarme hacia la calle, cuando se cruzó por mi mente la idea de emborracharme aquella noche. Tomé un elástico y amarré mi cabello en una cola, puse algo de dinero en mi bolsillo y salí atropelladamente, sin asegurar la puerta y sin apagar las luces. Quizás pensé que volvería pronto, arrepentida de mis decisiones, como solía ocurrirme. Pero continué, la misma idea insistía en mi cabeza, esa noche me borraría del mundo, o al menos unas horas.
Caminé en dirección al bar donde solíamos ir con mis amigos, pero esta vez, recorrer sola ese espacio me hizo diminuta y plañidera, sentí compasión por mis pasos, que cada vez más rápidos se desesperaban por lo largo que resultaba el trecho. Nunca había ido a ese lugar caminando, lo hice siempre en auto, haciéndoseme menuda la distancia, insustancial. Ahora, que además comenzaban a aclararse mis pensamientos, el camino se hizo insufrible, extenso y desolador.
Transcurridos veinte minutos llegué con el corazón escapándoseme por la garganta y la mente tan despejada, que se había hecho un sitio ya para recomenzar con los recuerdos. No, no, no, no… me repetí varias veces, pero él ya había llegado a inquietarme. Entré por la estrecha puerta de vidrio, me llevó unos segundos acostumbrar mis ojos a la oscuridad del lugar, respiré profundamente inundando mis pulmones del pesado olor a cigarrillo, cerré los ojos di otro paso y tosí con fuerza. Un chico en el fondo del lugar desvió su mirada hacia mí, pero no sostuve sus ojos y me adentré aún más, sentada en la barra pedí un trago.
-Tu cosmopolitan- dijo el barman acercándome el trago y cuando se alejó hizo un pequeño guiño.
Me entretuve mirando el limón agarrado a la copa, sin voluntad de hacerlo, asido únicamente por la inocente apariencia que le otorgaba al alcohol que ardía rojo como sangre a través del cristal.
-¿Sólo querías mirarlo?- preguntó el mismo barman cuando daba una vuelta por el mesón y se encontró con mi ensimismamiento casi gracioso en torno a la copa.
No respondí, pero él rompiendo el espacio entre ambos acarició mi rostro suavemente. Escapé de su mano, la reacción de rechazo a su fría piel me hizo retroceder.
-Lo siento- dijo asustado por haberme causado aquella reacción.
-No, está bien. No fue nada.
Entonces se alejó con una mueca extraña en el rostro y lo seguí con la mirada hasta perderlo entre la gente que entre momentos caminaba de un lugar a otro sin más rumbo que la mesa siguiente, la barra o el baño. Volteé a ver mi trago y esta vez sin mirarlo, lo bebí apasionadamente hasta la última gota.

Había pedido el cuarto cosmopolitan cuando me di cuenta que hace media hora no decía ni una sola palabra, apenas me comuniqué por gestos con el barman una y otra vez, tenía la mente en blanco, el cuerpo lánguido y la lengua dormida. De pronto involuntariamente reí, asegurándome que aún tenía voz y me felicité por aquella proeza.
-Otra copa para la damita risueña- dijo el barman que ya se me hacía simpático y tan familiar que quise abrazarlo.
Tomé la copa y me moví en el taburete que estaba sentada hace ya bastante tiempo, busqué entre los rostros un momento y encontré tres pares de ojos tan dulces que me atrajeron.
Unos azules profundos con forma de almendra, otros marrón pequeños e indagadores y por último, a los cuales amarré mi mirada con fuerza, unos ojos oscuros, apacibles y absorbentes.
Desfachatadamente me senté entre los chicos que al momento se miraron entre sí haciendo un gesto evidente de aprobación.
-Hola- dijo el de los ojos azules, esperando probablemente mi presentación, mi excusa, una mentira, una disculpa o lo que fuera que justificara mi compañía inesperada.
-Marguerite- respondí pronunciando con ese tono tan prosaico que me gustaba usar para decir mi nombre, pero al mismo tiempo con la dicción francesa tan pulcra que me caracterizaba en aquel acto de presentarme. Nunca pasaba inadvertida.
No había dejado de mirar al enigmático y suave hombre de los ojos oscuros y vi que abrió la boca desmesuradamente cuando escuchó mi voz.
-Te conozco- dijo él.
Tomé mi trago, lo bebí hasta el fondo y volví a mirarlo. Nuevamente había abierto la boca sorprendido.
-Ya quisiera decir lo mismo- respondí.
-Marguerite, la que paseaba ondeando ese cabello ensortijado por el patio del colegio, marcando el paso como si volara, mirándote directo a los ojos cuando se posaba bajo el sol, pues sabía que su piel de seda brillaba como luciérnaga excitada. Marguerite, la que escribía versos con un pincel en los espejos del baño, a la cual conocí el último día de la secundaria y como si fuera mi mejor amiga me abrazó, besó e hizo aprenderme estas palabras para cuando nos encontráramos otra vez.
Un choque eléctrico fulminante me atacó el pensamiento y recordé cada palabra, lamenté no haber visto sus ojos antes, lamenté haber perdido ese espíritu de libertad que tenía cuando era una muchacha, lamenté estar borracha y lamenté el porqué de mi deseo de desaparecer, lamenté que fuera el amor.
-…Marguerite, la que se escapa como las mariposas, la que en su aroma lleva el rocío de la aurora, a quien no olvidarás hasta que te enamores- repetimos ambos al unísono, prendiéndonos de lo sublime que sonaba la oración, como si no habláramos de mí, como si aquel ser etéreo que describíamos estuviese lejos.
Sentí las miradas punzantes de los otros chicos y sacudí mi cabeza para volver al lugar indicado, pero sólo empeoré las cosas, pues el alcohol ya se había mezclado con mi sangre y había anulado buena parte de mis sentidos, el mareo no cesó.
-Tomás, quizás eso no lo recordabas, ese es mi nombre- explicó él.
-Ojala fuera así de…- esbocé, pero no terminé la frase, ni siquiera supe qué quería decir.
-¿Estás bien?- inquirió Tomás.
-No lo creo.
Se puso de pie y me tomó la mano levantándome también del sofá.
-Te llevaré al baño- dijo con tono preocupado.
-Pero… ¿Quién es ella? ¿No piensas decirnos nada? ¿Para dónde te la llevas?- preguntaron alternadamente ambos chicos.
Él no contestó y aferrada a su mano lo seguí obedientemente.
Caminados varios metros me detuve.
-Espera.
-¿Te sientes mal?- preguntó.
-No me has olvidado entonces- afirmé sosteniendo nuevamente su mirada.
-Imposible, aunque has cambiado mucho.
-Bien, sigamos- ordené y estiré la mano para que volviera a sujetarme. Continuamos caminando, hasta topar con el pasillo que llevaba a los baños.
-Creo que aquí debo dejarte ¿Puedes sola?
-Tomás… sácame de aquí, por favor- rogué cuando me di cuenta que todo se movía a mi alrededor y no me sentía tan mal físicamente como se me estaba empezando a quebrar el alma con la lucidez de mis penas.
-¿Qué pasa?
Estaba a punto de estallar en lágrimas cuando me abracé a su cuello, estuve a centímetros de besarlo y le sonreí atrapándolo.
-Bien, ya sé para donde va todo esto ¡Vámonos!- dijo con la voz entusiasmada.

El camino en auto a un lugar que no conocía me relajó aún más los músculos de las piernas y cuando llegamos apenas pude pararme, por lo que él me ayudo buena parte del trayecto hacia dentro de la casa. Entramos y se sonrió de tal forma que me transmitió la misma atracción que sus ojos. Reí con él.
-Bienvenida luciérnaga- susurró y me tomó en sus brazos violentamente.
-¡Qué haces!- reclamé contagiada de una risa sugestiva.
Me llevó a una habitación enorme, con cortinas azules y una cama en el centro con un cobertor también azul, tuve la sensación de estar bajo el mar.
-Tomás…
-¡Oh! Preciosa, dilo nuevamente.
-¿Qué cosa?
-Sólo dilo- pidió infantilmente.
-¿Tomás?
-Sí, eso- aprobó sonriendo.
-Estás loco- dije revolviendo los ojos y riendo estrepitosamente.
-Y tú borracha.
-Tomás… Tomás… Tomás…
Nos besamos como niños, nos tocamos como adolescente febriles y nos desnudamos como adultos expertos.
Habíamos llegado a ese momento mágico en que no recuerdas, ni piensas, no procesas las palabras ni entiendes bien lo que estás diciendo, habíamos enredado nuestros cuerpos como serpientes y teníamos los pensamientos tan a flor de piel que el trabajo de nuestras neuronas no era guardarlos, sino decirlos.
-Tomás…
-No te había olvidado, lo ves. No olvidarás a Marguerite hasta que te enamores- dijo reproduciendo mi voz.
-Marguerite se ha olvidado ya a sí misma- respondí.
-Tomás la quiere, la ha esperado tantos años, Tomás no ha olvidado a su Marguerite escurridiza porque es de ella de quien quiere enamorarse.
-Amor…- susurré tejiendo un pensamiento.
-No te vayas nunca Marguerite.
-Amor…- repetí sin encajar aún la corriente de mi reflexión.
-¿Eso quieres ahora?
-Amor… por eso estoy aquí- terminé diciendo de sopetón.
-¡También lo quieres! Es demasiado, mi Marguerite perfecta, mía, mía, eres mía luciérnaga…
-¡No es tu amor! Estoy por eso aquí, por eso entré en el bar, me emborraché y busqué tus ojos, por el amor que está matándome, no es Tomás el nombre que repito en mi mente- vociferé desesperándome, moviéndome escandalosamente bajo su cuerpo.
-¡Detente!
-Es Álvaro, por él estoy aquí intentando extinguirme, por amor, un amor que no es tuyo- comencé a llorar sin dejar de moverme.
Intentaba ceñirme a Tomás para llorar con él, pero al mismo tiempo inconscientemente mi cuerpo se zafaba del suyo, entonces en el forcejeo inútil él terminó por desvanecerse sobre mí, agotando el amor por la horrible Marguerite. Sentí el peso de su cuerpo y luego la misma desolación mía.
-¡Oh no! Esto está mal, está muy mal. Perdóname no podía evitarlo, te pedí que te detuvieras, sabía que pasaría esto, lo sabía…- dijo en su último suspiro.
Ambos nos relajamos.
-Ojala fuera así de…
-Ya habías dicho eso antes ¿Por qué no terminas ahora?
-Ojala fuera así de fácil- concluí.
-…así de fácil desvanecerse de la vida- dijo él y una de sus lágrimas cayó en mi pecho.

viernes, 2 de octubre de 2009

Se inaugura el infierno



Al arriesgarnos, solamente jugábamos a perder.
Ese día yo estaba muy angustiada, salir del colegio significaba perderlo, a pesar de lo consciente que estaba de lo platónico que era ese amor, siempre en mi inocencia conservé una tonta esperanza de que la vida nos sonriera, de que él me quisiera de verdad y que este enamoramiento delirante no fuera en vano. Pero todo siguió su curso, cuando me despedí de él le ofrecí mi mano, pues él acostumbraba a saludar con ese frío gesto a quien se le cruzara por delante, sin embargo, él tomó mi rostro decaído, no me había atrevido a mirarle a los ojos en ese momento. Puso su mano bajo mi barbilla y la elevó hasta dejarme frente a su perfil perfecto. Me abrazó y nuestros cuerpos se adecuaron de tal forma que oí el compás de ambos corazones, fue la melodía de nuestra despedida, con eso firmaba mi renuncia y mi caída.
Después de ese día aciago todo se convirtió en una obligación que me apesadumbraba, levantarme cada mañana se había convertido en una molestia y los días que faltaban para obtener los resultados de las universidades pasaron lento. Durante esos cuatro años no alcancé a ser conciente de la extensión de los daños que podría dejar una separación inminente, el vacío que habría de acarrearme, el doloroso pesar de extrañar hasta el más mínimo de sus detalles cotidianos, él estaba simplemente asido con fuerza a cada hebra de mis entrañas y por más cliché que sonara jamás podría olvidarlo. Luego de varias semanas en las cuales pasé maldiciendo mi suerte y odiándome de manera enfermiza lo volví a ver; regresé al colegio con el afán de contarle a mi profesora de castellano que habría de entrar a la Universidad de Chile a la carrera de Lengua y Literatura, pero apenas crucé el umbral de la puerta lo encontré a él. Abrió los ojos desmesuradamente y luego me observó de pies a cabeza con mirada inquisidora, ladeó la cabeza y comenzó a sonreír sensualmente, se había comenzado a acercar despacio, si fuera una física excéntrica quizás hasta diría que las partículas iónicas que vagaban en el espacio de separación entre ambos cuerpos se comenzaron a agitar frenéticamente. Sin embargo, cuando estuvo a tres pasos de mí, volteé con premura y salí prácticamente corriendo. Desde ese día, jamás volví al colegio y no lo he vuelto a ver durante estos largos años de su ausencia.
La distancia fue el peor método para olvidarlo, la peor salida, el más cruel invierno me azotó cada temporada. Yo misma había extinguido mi sol, mi existencia flotaba a la deriva sin su eje. Me encargué de recriminármelo día y noche, de atormentarme, por simple gusto, e inauguré el descenso a un abismo que me resultaba cómodo. Continuando la tradición familiar me comí el dolor encerrada en el averno de mi vida. Cómo lo extrañé, cómo lo evoqué en sueños y pesadillas, cómo me maldije hasta convertirme en el ser más repugnante e impío que habitaba la tierra, cómo lo seguí amando, me desangré en ese accidente de perderlo hasta morir y renací para destinarme a un suicidio, fallé en mi mental intento y lloré hasta perder la consciencia de que estaba viva, padecí nuevamente y me dormí hasta consumirme en tanta torpeza, cuando desperté sentí el dolor de mil puñales afilados y ya habían pasado un par de años en este infinito dolor intransigente. Cuando caí en la cuenta, además de seguir cayendo, había cavado mil tumbas anexas a ese sufrimiento; me había mudado de casa de mis abuelos, para compartir un frío departamento con dos chicas de la universidad, a las cuales simplemente odiaba. Había aprendido a sobrevivir cada tarde con un poco de alcohol en las venas, en una juerga interminable, en un encierro que solía no recordar a la mañana siguiente, me sumí en la soledad, me avoqué a ver películas con dramas insufribles para mitigar mi propia desesperanza y recurrí a la negación como método de subsistencia. Pronto comencé a querer borrarlo de mi vida y el ingreso a la universidad me ayudó de cierta forma, conocí muchos chicos y con cada uno tenía un maquiavélico plan de sustento, sería como aprovecharse de cada uno hasta dejarlo sin fuerzas, consumirlos, absorberlos hasta acabarme sus ganas… comencé a jugar el sucio papel de microbio.
La bacteria había urdido un plan y se llevó noche tras noche a un hombre diferente a la cama, lo enamoró como sólo ella sabía hacerlo, con sus abyectos reconcomios, su aire de superioridad innato y sus ojos fascinantes.