Cegados por las estrambóticas luces de colores, Josephine y Amaro se habían relegado a un rincón de la casa; era el cumpleaños de Flora, compañera de universidad de ambos. Habían asistido por simple cumplimiento del deber, pues la amistad que ella les profesaba no era realmente recíproca, para ellos, Flora no era nadie. Extrañamente desde hace años se tenían el uno al otro y poco les importaba hacer nuevas amistades, ni conocer gente, menos compartir sus vidas con alguien más. Sólo ellos dos y su intimidad terriblemente oscura, pues a pesar de ser solamente amigos, más de una vez alguna situación había pasado a mayores y terminaron retozando en alguna de las habitaciones de la gran casa que compartían. Lo cual parecía no cambiar el curso de sus vidas, pues podían hacer locamente el amor una noche y a la mañana siguiente parecía que nada había cambiado.
En el rincón, Amaro sacó un cigarro de su bolsillo y ofreció otro a Josephine, al encenderlos, la claridad de la llama iluminó sus rostros, enfrentados como maniquíes sin expresión, ella lucía unas moradas ojeras desde la mañana, el maquillaje no las había disimulado en absoluto, desde hace días dormía poco y se mantenía en pie con una gran cantidad de litros de café muy cargado, Amaro la observó y sonrió, pensando en cómo se había dejado convencer por ella para asistir a la terriblemente aburrida fiesta.
-¿Quieres irte?- preguntó amable, fijando la mirada en su rostro pequeño y cansado.
-Deberíamos quedarnos un rato más…- se excusó, expulsando pausadamente el humo del cigarro desde su boca.
-Mírate Joss, no me obligues a sacarte de aquí porque sabes que lo haré.
-Bien- accedió ella refunfuñando y se puso de pie, salió de la casa sin despedirse y esperó afuera, en medio de la fría noche, que Amaro se excusara por su partida. Tras un par de minutos él también salió.
Decidieron caminar, pues ya avanzada la noche, muy difícilmente encontrarían un taxi por las calles, más de quince cuadras los separaban de su casa. Era marzo, los aquejaba el típico fenómeno de los días cálidos y las noches frías, habían salido cuando aún estaba claro y Josephine sólo vestía una polera delgada, se estrechó al torso de Amaro y caminaron abrazados y en silencio mucho tiempo.
El sonido inconfundible de tacos en el asfalto les llegó desde la lejanía, pero paulatinamente el eco se fue acercando, las pisadas acelerando, en un momento casi pareció que alguien corría tras ellos, aproximándose atrevidamente. Amaro se volteó intempestivamente. Pero no vio más que a un perro que los seguía en silencio, con un trote gracioso y ligero.
-¿Oíste los pasos verdad?- interrogó él a Josephine, levantando una ceja y apretándola aún más contra su cuerpo, se había sobresaltado.
-Sí y muy cerca- respondió y se volteó también, cerciorándose de que nadie los seguía, excepto el perro claro.
No prestaron mayor atención, a pesar de que él comenzó a chequear los alrededores de vez en cuando, indagando en los rincones oscuros, reparando en los sonidos extraños; pero no escuchó más que grillos, susurros, música y autos, y no vio más que soledad y negrura.
Al llegar a casa, entraron juntos, pero ella se percató de que el perro aún los seguía y se había quedado sentado junto a la puerta cuando ellos la cerraron, entonces avisó a Amaro que saldría un momento y llevó un plato repleto del alimento del gato para dárselo al peludo amigo que la esperaba fuera.
Mientras, dentro de la casa, Amaro se quitaba la chaqueta con lentitud, de pronto se sintió muy cansado.
Escuchó un horrible y desesperado grito femenino desde el exterior, su cabeza se completó de turbios pensamientos cuando cayó en la cuenta de que Josephine estaba afuera, el corazón se le aceleró hasta el punto en que creyó oírlo sin dificultad, un asfixiante nudo le constriñó la garganta. Con premura salió corriendo en su auxilio. Desde el umbral de la puerta observó la escena: nada.
-¿Joss? ¿Joss, dónde estás? ¿Josephine?- preguntó varias veces sin conseguir respuesta, esa era la escena, vacía. El lugar donde debía estar ella y el melindroso perro estaba vacío. Ni huellas, ni sombras, ni olores, ni sonidos. Nada.
Se aproximó un par de pasos más lejos de la casa e investigó el entorno con una mirada exhaustiva, continuaba acelerado, nervioso por la desaparición de Josephine.
-¿Joss?- repitió por última vez con voz muy débil.
De un golpe seco, la puerta se cerró a sus espaldas.
-Amaro…- oyó como un susurro en su hombro. Se movió torpemente, girando para ver la puerta cerrada y luego haciéndolo otra vez para enfrentar a quien farfullaba en su oído. Nuevamente, nada.
-¡Ya basta, no es gracioso!- vociferó colérico, pero aún más nervioso; una gota de sudor inoportuna atravesó su rostro, una gota redonda y brillante. Sus sentidos terriblemente alerta percibieron el tic tac de un reloj, ciertamente comprendió que no estaba solo y aquella compañía no era Josephine jugándole una broma. No había traído las llaves con él, no podría volver a entrar a la casa y su amiga se había esfumado. ¿Qué debía esperar ahora?
Se quedó paralizado, ningún plan podría urdirse en su cabeza estando así de asustado. De pronto sintió que una mano se le deslizaba por la espalda, un aliento álgido se le colaba entre la delgada camisa que llevaba puesta, sus músculos rígidos se entumecieron aún más, un recogimiento en el estómago y el pecho le hicieron olvidarse de sí mismo, todo su ser se concentraba en aquella presencia que lo rodeaba, todo su temple que se empequeñecía conforme pasaban los tensos minutos y no había un clímax horrible como el que esperaba.
De pronto, sin aviso previo, un brazo le apretó el cuello, constriñéndolo cada vez más y más fuerte.
-¡Y a ti quién te dijo que podías irte de mi fiesta!- gruñó la voz a sus espaldas.
-Flo…- susurró Amaro y cayó asfixiado al piso.
En el rincón, Amaro sacó un cigarro de su bolsillo y ofreció otro a Josephine, al encenderlos, la claridad de la llama iluminó sus rostros, enfrentados como maniquíes sin expresión, ella lucía unas moradas ojeras desde la mañana, el maquillaje no las había disimulado en absoluto, desde hace días dormía poco y se mantenía en pie con una gran cantidad de litros de café muy cargado, Amaro la observó y sonrió, pensando en cómo se había dejado convencer por ella para asistir a la terriblemente aburrida fiesta.
-¿Quieres irte?- preguntó amable, fijando la mirada en su rostro pequeño y cansado.
-Deberíamos quedarnos un rato más…- se excusó, expulsando pausadamente el humo del cigarro desde su boca.
-Mírate Joss, no me obligues a sacarte de aquí porque sabes que lo haré.
-Bien- accedió ella refunfuñando y se puso de pie, salió de la casa sin despedirse y esperó afuera, en medio de la fría noche, que Amaro se excusara por su partida. Tras un par de minutos él también salió.
Decidieron caminar, pues ya avanzada la noche, muy difícilmente encontrarían un taxi por las calles, más de quince cuadras los separaban de su casa. Era marzo, los aquejaba el típico fenómeno de los días cálidos y las noches frías, habían salido cuando aún estaba claro y Josephine sólo vestía una polera delgada, se estrechó al torso de Amaro y caminaron abrazados y en silencio mucho tiempo.
El sonido inconfundible de tacos en el asfalto les llegó desde la lejanía, pero paulatinamente el eco se fue acercando, las pisadas acelerando, en un momento casi pareció que alguien corría tras ellos, aproximándose atrevidamente. Amaro se volteó intempestivamente. Pero no vio más que a un perro que los seguía en silencio, con un trote gracioso y ligero.
-¿Oíste los pasos verdad?- interrogó él a Josephine, levantando una ceja y apretándola aún más contra su cuerpo, se había sobresaltado.
-Sí y muy cerca- respondió y se volteó también, cerciorándose de que nadie los seguía, excepto el perro claro.
No prestaron mayor atención, a pesar de que él comenzó a chequear los alrededores de vez en cuando, indagando en los rincones oscuros, reparando en los sonidos extraños; pero no escuchó más que grillos, susurros, música y autos, y no vio más que soledad y negrura.
Al llegar a casa, entraron juntos, pero ella se percató de que el perro aún los seguía y se había quedado sentado junto a la puerta cuando ellos la cerraron, entonces avisó a Amaro que saldría un momento y llevó un plato repleto del alimento del gato para dárselo al peludo amigo que la esperaba fuera.
Mientras, dentro de la casa, Amaro se quitaba la chaqueta con lentitud, de pronto se sintió muy cansado.
Escuchó un horrible y desesperado grito femenino desde el exterior, su cabeza se completó de turbios pensamientos cuando cayó en la cuenta de que Josephine estaba afuera, el corazón se le aceleró hasta el punto en que creyó oírlo sin dificultad, un asfixiante nudo le constriñó la garganta. Con premura salió corriendo en su auxilio. Desde el umbral de la puerta observó la escena: nada.
-¿Joss? ¿Joss, dónde estás? ¿Josephine?- preguntó varias veces sin conseguir respuesta, esa era la escena, vacía. El lugar donde debía estar ella y el melindroso perro estaba vacío. Ni huellas, ni sombras, ni olores, ni sonidos. Nada.
Se aproximó un par de pasos más lejos de la casa e investigó el entorno con una mirada exhaustiva, continuaba acelerado, nervioso por la desaparición de Josephine.
-¿Joss?- repitió por última vez con voz muy débil.
De un golpe seco, la puerta se cerró a sus espaldas.
-Amaro…- oyó como un susurro en su hombro. Se movió torpemente, girando para ver la puerta cerrada y luego haciéndolo otra vez para enfrentar a quien farfullaba en su oído. Nuevamente, nada.
-¡Ya basta, no es gracioso!- vociferó colérico, pero aún más nervioso; una gota de sudor inoportuna atravesó su rostro, una gota redonda y brillante. Sus sentidos terriblemente alerta percibieron el tic tac de un reloj, ciertamente comprendió que no estaba solo y aquella compañía no era Josephine jugándole una broma. No había traído las llaves con él, no podría volver a entrar a la casa y su amiga se había esfumado. ¿Qué debía esperar ahora?
Se quedó paralizado, ningún plan podría urdirse en su cabeza estando así de asustado. De pronto sintió que una mano se le deslizaba por la espalda, un aliento álgido se le colaba entre la delgada camisa que llevaba puesta, sus músculos rígidos se entumecieron aún más, un recogimiento en el estómago y el pecho le hicieron olvidarse de sí mismo, todo su ser se concentraba en aquella presencia que lo rodeaba, todo su temple que se empequeñecía conforme pasaban los tensos minutos y no había un clímax horrible como el que esperaba.
De pronto, sin aviso previo, un brazo le apretó el cuello, constriñéndolo cada vez más y más fuerte.
-¡Y a ti quién te dijo que podías irte de mi fiesta!- gruñó la voz a sus espaldas.
-Flo…- susurró Amaro y cayó asfixiado al piso.