sábado, 13 de septiembre de 2008



Ella sentada, esperaba impaciente que el reloj diera las doce, el instante preciso para levantarse de su pupitre, correr disimuladamente hacía su profesor, atraparlo en una mirada y complacer su deseo de amarlo secretamente, era el momento de despedirse, el único momento en que podía acercarse todo lo que quisiera y besarlo en la mejilla ingenuamente para marcharse sonrojada y feliz.


Antes de lanzarse a la segura revolución de sus sentidos, Emilia no pudo evitar el cliché de repasarse el brillo labial, y así emprendió la travesía que tanto esperaba cada viernes. Con el caminar coqueto que la carectirizaba se acercó.



- ¡Chao profe! - dijo, casi como no prestando atención a su corazón que latia a prisa y se inclino para besarle la mejilla lentamente.



- Emilia, espera - dijo Manuel, su profesor, cuando ella ya disponía a alejarse tristemente. Él se le acerco algo timido, su semblante parecía el de un adolescente enamorado, con la mirada temblorosa se había quitado unos veinte años de encima y parecia compartir su exquisita complicidad con el mundo, no le importaba decirle a la vida que estaba sintiendo un amor infinito por esa chica de dieciseis años.


Posó su mano de hombre en la cintura de Emilia, la acerco sutilmente a su cuerpo y comenzó su confesión abstrusa de sentimientos deliciosos. Emilia lo observaba atónita, hace tanto tiempo amaba escondida a su profesor de literatura que ya casi no recordaba cuando había dejado de pensar en sus compañeros de curso como posibles novios. Ella amaba su impronta de hombre, estaba hechizada de su encanto maduro, de su aroma de experiencia, adoraba sus ojos grises, su voz imponente, ¡amaba su vida!, Emilia quería tanto la vida, que no podía evitar venerar sus cuarenta y seis años de existencia. La confusión dentro de ella parecía ir en aumento, ¡estaba frente a él!, lo que tanto había deseado todo este tiempo, que el correspondiera su pasión juvenil, Manuel la estaba abrazando, estaba mirandola a los ojos, diciendole que sentía lo mismo que ella, estaba acercandosele a los labios y no le importaba que todo el tercero medio del colegio estuviera mirandolos embobados, a su al rededor veía difusas las siluestas de sus compañeros, escuchaba los interminables murmullos, veia sus caras de sorpresa, sus alaridos estridentes le retumbaban en la cabeza, no sabía que hacer. Estaba ahí entre sus brazos, ¡besandolo!, ante el mundo, ante la verguenza, ante la inmoralidad que eso significaba. Pero no importaba nada en el universo en este instante, eran ellos dos, únicos, como solos, detuvieron el tiempo por cinco minutos en los que se encadenaron sus sabores y se amaron efímeramente en un beso tierno.




Emilia no entendía nada, a pesar de lo que acababan de hacer nadie parecia más sorprendido de lo común, a nadie parecia importarle que él era el profesor de literatura y ella su alumna desde hace tres años, pasó un poco más que inadvertido, se escucharon simplemente unos alardes típicos de cuando se descubre una pasión, se escucharon algunos rumores, algunas conversaciones que parecian de conventillo y nada más.




-¿Me estaré volviendo loca? acabo de besar al hombre de mis sueños, acabo de tenerlo mio, quiero gritar, pero todo está tan calmo, todo está tan quieto que me abruma este silencio.- pensaba Emilia, mientras Manuel salia de la sala y ella quedaba con su exquisito aliento entre la piel, estaba impregnada de él, embriagada de su furia amorosa, jamás le habia latido el corazón tan rápido, sentía fuego en el vientre, sentía como se le fundía la piel, sus pies casi no tocaban el suelo y en cualquier momento podría vomitar flores, estallar de dicha, morir en silencio por ir más allá de este mundo, solo por la inmaculada alegría que estaba sintiendo.




Sus amigos ni se le acercaron, parecia que Emilia tuviera un aura que la protegia de la vida, estaba rodeada de amor, la protegia una burbuja rosa que irradiaba consuelo, nadie se le podía acercar y quien lo intentaba quedaba hipnotizado con su sonrisa, con su energía, caía quizás al suelo en un desplome de algodon, suave, se desmoronaba de este mundo gris con la serenidad de la primavera, se ahogaba en un mar dormido, algo hacía que simplemente se alejara extasiado de ella y le brotara un sol radiante en el rostro.



Continuará...

viernes, 12 de septiembre de 2008

...Continuación: Bajo la falda

Luego de que Paulina se marchó, el sol seguía empeñado en hacer resplandecer la figura hermosa de Ángela, se encargo de evaporar sus últimas lágrimas, como también se encargó de abrir los ojos de un muchacho acalorado para que reparara en la fuente de agua que estaba a su lado, desde donde tendría perfecta vista a Ángela, vulnerable, menuda y explosivamente bella, cruzó en un repentino pestañeo sus ojos con los de él. -El corazón me está latiendo demasiado a prisa, ¿quién es?- pensó, mientras la invadía una felicidad enorme, unas ganas de gritar inmensas, se sentía acorralada en este mundo tan pequeño para sus emociones, sentía que si estiraba los brazos para medir cuan feliz estaba saldría se esta galaxia, y no quería que el planeta entero notara que acababa de terminar una turbia relación de la cual creía estar enamorada y ahora así de un momento a otro el corazón se le quería escapar por la boca, le sudaban las manos, sentía tibios los muslos, amaba el sol, ¡amaba!, pero ¿qué era lo que amaba?, ¿la silueta difusa de ese hombre que se inclinaba a mojar su cabello en el agua?, amaba quizás la felicidad y la euforia que le provocaba, las ganas que le inducían a correr y besarlo, pero cómo, eso era imposible,-no lo conozco, no sé su nombre, jamás antes lo había visto- susurró Ángela extasiada y confusa, sentía que la primavera haría brotar su flores dentro de ella, un enorme jardín, un prado completo, parecía que los tallos le hacían cosquillas intensamente, los brotes de amapolas se escapaban por sus poros, intranquila, sudaba aroma de violetas, suspiraba y el sol contemplaba sus entrañas cada vez que ella entreabría los labios para murmurar, para hablar consigo misma, le era imposible creer que en treinta segundos había sentido todo, lo que jamás le había ocurrido en su vida.
Quiso acercarse, discreta, pero la corrompian las ganas y en su desesperado intento por dar un paso al frente, no advirtió que la pileta era lo que los separaba, metió torpemente un pie al agua, pero quizás no lo notó. Ángela no era consiente de su entorno y el agua fría tampoco la hizo despertar, solo cuando comenzó a sentir unas fuertes carcajadas despertó de su éxtasis de sol, se vio la falda mojada, estaba inundada hasta las rodillas, en el instante que bajó su mirada, él se alejó a paso ligero perdiéndose de vista y despidiendose sin saberlo de la mujer que lo amaba inexplicablemente. Ángela embobada recordó cada suceso del día y rompió a llorar de rabia y vergüenza, sacó furiosa el anillo que llevaba como recuerdo de Gabriel, ahora su antiguo amor, y lo lanzó al agua con mucha fuerza, se produjó un sonido hermoso, lo que la hizo otra vez mirar bajo su falda mojada y encontró flotando un pañuelo de seda, sin duda, de él, aquel hombre que la hacía estallar en vida, en pura y plena vida, en sonrisas, en sentido y en esperanza. Ángela amaba, ahora sí lo hacía, pero ¿a quién amaba? tenía todo eso dentro, a punto de desbordarle, a punto de llenarle cada centímetro de existencia, pero no lo tenía a él, apretaba furiosamente el pañuelo entre los dedos, ¿cómo entregar ahora todo lo que sentía? pensaba insistentemente.

-Te amo, quién quiera que seas- susurró, se le doblaron las rodillas y quedó inerte respirando agua dentro de la pileta, hasta que el pañuelo se le soltó de las manos y salió a flote, igual que su alma.