Tengo en el corazón algo que lo está amarrando, lo ahorca de vez en cuando, aprieta y duele, reclama insistente porque la lejanía de su presencia no es liviana, no hay cura para el vacío que ha dejado, no hay forma de sobreponerse; mi estómago hecho un nudo no cesa de retorcerse, esta sensación se parece al miedo, descubrí hoy que el dolor y el miedo son casi iguales. Pero el miedo acaba, cuando gritas, cuando el fantasma desaparece. Se ha ido, se ha ido y me dejado, clavada a este suelo inmundo de crueles culpas, esperándolo en esta infinita estación del llanto, donde de los árboles caen lágrimas y el viento sopla suspiros. Éramos uno, articulados de tal manera que la aurora nos envidiaba, nos envidiaba la luna, nos envidiaba la tierra entera. Hoy, sin embargo, sus labios se han apagado, su aliento abrasador deshizo este amor a suaves cenizas, a restos insignificantes. Hoy que lo recuerdo, mi mente delinea su rostro, la memoria de mi tacto se remece pues evoco también su figura garbosa. ¿Dónde acaban los sueños? ¿Dónde empieza el dolor? Pues bien, han pasado ya cinco meses; lo conocí un día de junio mientras caminaba despistada por Avenida Cristóbal Colón, conectada a mi iPod escuchaba Hate me today y tarareaba despreocupada su melodía punzante. -Hate me for all the things I didn’t do for you...- cantaba cuando me senté a esperar el autobús en el paradero. -What didn’t you do?- preguntó una voz masculina tras de mí. Sorprendida seguí la voz, pues a pesar de que la música interfería lo escuché con claridad, su tono grueso y profundo me sedujo, así como su inglés de acento ambiguo. Cuando lo observé, sonrió. Era un hombre alto, de cabello castaño y enormes ojos azules, su rostro anguloso lucía una barba crecida de unos tres días y el sol revelaba algunos destellos rojizos en su mentón. -Lo siento, pensé que hablabas inglés- se excusó cuando pasado un momento no le respondí. -I’m doing. -Then, what didn’t you do honey?- volvió a preguntar. Creo que me sonrojé, pues inmediatamente sentí mucho calor, era realmente apuesto y estaba también realmente interesado en mantenerme atenta. -Escucha, sólo es una canción, no necesariamente estoy lamentándome por haber dejado de hacer algo por una persona- aclaré luego en español, pero él continuó mirándome. -Steve- dijo amablemente y estiró la mano presentándose. -Quillén- respondí, presentándome también. -Beauty name to a beautiful woman. -¿De dónde eres?- pregunté haciendo mi mayor esfuerzo para coquetearle y olvidarme de la canción, ese Hate me for all the things I didn’t do for you... sí era un lamento por no haber hecho lo suficiente la última vez que amé a alguien. -Vengo llegando de Nueva Zelanda, tengo unos negocios aquí. -Hablas muy bien español. -Y tú muy bien inglés, lo noté cuando cantabas. Sonreí y hubo un silencio prolongado, examiné sus ojos cándidos y tuve ganas de seguir charlando con él. -¿Hacia adónde vas ahora?- inquirí demasiado interesada. -Busco la estación de trenes, me han dicho que desde aquí sale un autobús hacia allá- fue el pie a la relación que se desencadenaría pronto entre nosotros, floreciendo espontánea, obedeciendo al destino quizás. Lo acompañé hasta la estación, con la excusa de que me dirigía a un lugar cerca de allí, conversamos de forma muy amena, era fácil hablarle, tan receptivo a todo, tan liviano de llevar, quizás lo que me acomodó fue que siempre creí poder manejar toda la situación, nunca me sentí apabullada por su presencia, era tan dócil, tan perfecto para mí, alguien a quien, a pesar de parecer estoica, las sensaciones se le solían escapar y le ganaba la timidez. -Me gustaría verte nuevamente ¿quieres?- dijo mientras sacaba su celular del bolsillo de la camisa y hacía el ademán de anotar algo. -Claro- contesté y comencé a dictarle mi número telefónico. Así comenzó todo.
Tres meses después, todo era un hecho, se había liberado en nosotros una pasión inimaginable, sin embargo, había tantas cosas que no sabía de él, cosas que me intrigaban a diario, pero cuando lo tenía cerca pasaban a segundo plano, cuando sentía sus labios cálidos revolviéndome la vida. No supe jamás qué tipo de negocios tenía Steve en Chile, ni porqué nunca hablaba de su vida en Nueva Zelanda ¿Qué habría estado pensando? ¿Cómo nunca sospeché? Un día mientras desayunábamos tocaron el timbre, tal como estaba, medio vestida salí a abrir, pues no pensé que fuera algún extraño, a esa hora solía pasar Isadora a visitarme, antes de partir al trabajo. Pero el escenario al abrir la puerta fue muy diferente a lo que imaginé, tres policías de investigaciones con placa en mano y un rostro agriado se presentaron. -Policía de investigaciones, tenemos una orden de arresto en contra de Steve Karev Evans. Abrí los ojos como platos y mi boca tampoco dejó de hacerlo, una sensación fría me recorrió el cuerpo, anonadada los dejé entrar sin mediar discusión. Paralizada en la puerta observé cómo tomaron a Steve por ambos brazos, torciéndolos hacía su espalda e inmovilizándolo inmediatamente, uno de ellos lo sostuvo mientras otro leía el documento que me había mostrado al entrar. -Señor Steve Karev, está siendo arrestado por inmigración ilegal, porte y tenencia ilegal de armas de fuego, asociación ilícita y fraude. Usted tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser usada en su contra ante un tribunal. Tiene derecho a consultar a un abogado y a tener a uno presente cuando sea interrogado por la policía. Si no puede contratar a un abogado, le será designado uno para representarlo- sentenció el policía en un par de minutos. Tiempo suficiente para sentir cómo se desmoronaba mi vida. Me quedé congelada, haciendo conjeturas en mi cabeza sentí que acababa de configurar una naturaleza dicotómica en mi vida, de verdades y mentiras, no supe dónde comenzaba una y terminaba la otra, ni tampoco quise descubrirlo, por el miedo de que todo lo que había amado de él hasta ese momento se transformara de pronto en una ilusión, se derrumbaba el castillo de arena, lo había construido sobre apariencias. -Quillén, yo puedo explicarte, diles que me suelten, ayúdame por favor- me dijo cuando los policías comenzaban a sacarlo del lugar. Acongojado me miraba con sus ojos de agua, tenía las cejas arqueadas como si pidiera disculpas, su voz destemplada me traspasaba la piel, pero nada podía hacer si estaba sintiendo que no tenía voluntad suficiente para responder ante sus súplicas, ante su desesperado soliloquio ¿Cómo se sigue de pie en una situación así? ¿Hay respuesta? No dije ni hice nada, se lo llevaron. Al día siguiente, partí apesadumbrada hacia el cuartel policial, a buscar respuestas, a intentar rearmar mis planes de vida. -Verá señorita, Karev está acusado de cargos importantes, ni el mejor abogado podría sacarlo de aquí fácilmente; entiendo que esté asustada, más si no sabía nada de esto, pero debe tener cuidado con quien se involucra, él le ha mentido mucho. No viene de Nueva Zelanda realmente, es norteamericano, y los negocios que tiene aquí, tienen relación con drogas, con drogas duras que está importando él junto a algunos socios desde Estados Unidos. Es una situación grave, debo advertirle que usted también será investigada. Puedo ver que no tiene relación con el narcotráfico, le creo, pero no depende de mí ¿Quiere verlo? -Me gustaría hacerlo ¿No hay problemas?- pregunté, temblorosa por la situación que debería enfrentar. -Sígame- indicó el policía y me llevó hasta una sala pequeña con una mesa al centro, dos sillas a cada lado y una gran ventana en el fondo, opaca, seguramente desde donde él estaría observando. Esperé sentada, hasta que un hombre trajo a Steve, esposado y con el rostro demacrado, noté sus ojeras y adiviné que no había dormido. -¡Preciosa! Viniste a verme, sabía que me creerías, lo sabía…- decía cuando intentó acercarse a mí, pero al advertir mi indiferencia se enmudeció. -No quiero palabras innecesarias, explícame y me iré, rápido- pareció empequeñecerse, pero ya sentado se dispuso a hablarme. -Cariño, están buscando a otra persona estoy seguro; sí es verdad, he tenido problemas con la justicia anteriormente, con las drogas, pensé que por eso estaban buscándome, pero los cargos que me imputan son falsos, no he hecho nada de eso, tienes que creerme. Nunca te habría mentido así, no puedo, te amo y lo sabes, mírame es verdad…- sus ojos se habían humedecido y agachó la cabeza tristemente, algo se rompió en mí. -I'm tripping on words, you got my head spinning- pronunció lentamente, esas palabras nos tocaban a ambos en el fondo de nuestros corazones, pues era la frase que había usado tiempo atrás para decirme lo que estaba sintiendo por mí. Me puse de pie y salí, no podía oírlo mentirme más, todo estaba comprobado, los errores eran imposibles, la ley sobre él y el dolor sobre mí, sin poder ayudarnos; dónde guardar ahora ese amor explosivo que sentía, esa necesidad de él, de quererlo hasta el infinito, cómo apagar ese fuego, cómo olvidar sus palabras, su voz cuando me cantaba en las noches una canción romántica para adormecerme, sus manos que me acariciaban con la sutileza de un dios, qué hacer con el amor, que poco a poco comenzaba a transformarse en recuerdo. Tres semanas y su ausencia me había hecho polvo, no tenía ya de dónde más agarrarme a la vida de antes, un grito escapaba de mí, un auxilio que jamás se hacía concreto porque no existía en el mundo alguien capaz de entenderlo, no había cielo ni infierno para mí.
Estoy en un purgatorio insufrible y no hay luz en ningún lugar, esta mañana al levantarme tomé la decisión, en el último rincón de una caja gris hay un frasco de cristal que contiene un brebaje de cicuta, lo conseguí cuando estudiaba química en la universidad y lo guardé como una anécdota más. Es lo que tengo, ahora me pongo de pie y camino hacia el desván, comienzo a buscar entre el desorden y ya lo tengo en mi mano, sé que soy muy cobarde para propinarme una muerte más efectiva, un disparo en mi frente sería ideal, pero me conformo con esto, planeo beberlo hasta no dejar ni una gota y dormirme antes que surta efecto, antes que comience a retorcerme de dolor. Un segundo, dos, tres, cuatro. Ya lo he bebido enteramente y siento que arde un poco mi lengua. Tomo el frasco y lo lanzo al basurero, con la esperanza de que nadie lo encuentre y pueda mi muerte pasar inadvertida, quisiera que nadie supiera que lo estoy. Me encamino hacia el dormitorio, pero cuando cruzo la puerta de él oigo el timbre, pretendo pasarlo por alto, pero luego caigo en la cuenta de que será aún más sospechoso si no abro y descubrirán pronto mi cadáver, tengo la mente muy fría en estos momentos, sé que aún quedan un par de minutos en los que puedo parecer normal, camino hacia la puerta de entrada para ver quién es. Abro y me sorprendo. -¡Quillén, amor, me dejaron libre, ves como se había equivocado, apareció el verdadero culpable- dice Steve mientras salta de felicidad y me toma por la cintura, me eleva en el aire y da una vuelta, está fascinado y yo no puedo evitar el emocionarme junto a él. Lo abrazo también y beso su frente, sus mejillas, su boca curvada en una sonrisa. -Steve, Steve, Steve, Steve…- repito frenética, el calor de la sorpresa se ha apoderado de mí, siento que una llama sube y baja por mi estómago, estoy radiante, todo ha vuelto a la normalidad de un segundo a otro, creo en los milagros, creo en Dios, él me está devolviendo la vida. Steve me besa con pasión, como si necesitara de mis besos para sobrevivir, para apagar esa alegría terrible de verme otra vez, me besa por el cuello, los hombros y desabrocha mi camisa violentamente, aún me tiene entre sus brazos y el calor en mí aumenta, necesito su cuerpo, sus caricias exquisitas, un calor terrible, un calor insoportable. -¡Aire, aire, necesito aire!- vocifero ahogada. -¿Qué pasa preciosa? Todo está bien, todo está bien, todo está bien…- se deforma su voz en el ambiente, no es calor es dolor, es desgarrador, es el veneno, es mi muerte inminente, no puedo deshacerlo ahora. -Steve, Steve, Steve… Perdóname, Hate me for all the things I didn’t do for you- vuelvo a repetir. -¡Mátame maldita sea, esto duele!- caigo al suelo ya sin respiración.
Cegados por las estrambóticas luces de colores, Josephine y Amaro se habían relegado a un rincón de la casa; era el cumpleaños de Flora, compañera de universidad de ambos. Habían asistido por simple cumplimiento del deber, pues la amistad que ella les profesaba no era realmente recíproca, para ellos, Flora no era nadie. Extrañamente desde hace años se tenían el uno al otro y poco les importaba hacer nuevas amistades, ni conocer gente, menos compartir sus vidas con alguien más. Sólo ellos dos y su intimidad terriblemente oscura, pues a pesar de ser solamente amigos, más de una vez alguna situación había pasado a mayores y terminaron retozando en alguna de las habitaciones de la gran casa que compartían. Lo cual parecía no cambiar el curso de sus vidas, pues podían hacer locamente el amor una noche y a la mañana siguiente parecía que nada había cambiado. En el rincón, Amaro sacó un cigarro de su bolsillo y ofreció otro a Josephine, al encenderlos, la claridad de la llama iluminó sus rostros, enfrentados como maniquíes sin expresión, ella lucía unas moradas ojeras desde la mañana, el maquillaje no las había disimulado en absoluto, desde hace días dormía poco y se mantenía en pie con una gran cantidad de litros de café muy cargado, Amaro la observó y sonrió, pensando en cómo se había dejado convencer por ella para asistir a la terriblemente aburrida fiesta. -¿Quieres irte?- preguntó amable, fijando la mirada en su rostro pequeño y cansado. -Deberíamos quedarnos un rato más…- se excusó, expulsando pausadamente el humo del cigarro desde su boca. -Mírate Joss, no me obligues a sacarte de aquí porque sabes que lo haré. -Bien- accedió ella refunfuñando y se puso de pie, salió de la casa sin despedirse y esperó afuera, en medio de la fría noche, que Amaro se excusara por su partida. Tras un par de minutos él también salió. Decidieron caminar, pues ya avanzada la noche, muy difícilmente encontrarían un taxi por las calles, más de quince cuadras los separaban de su casa. Era marzo, los aquejaba el típico fenómeno de los días cálidos y las noches frías, habían salido cuando aún estaba claro y Josephine sólo vestía una polera delgada, se estrechó al torso de Amaro y caminaron abrazados y en silencio mucho tiempo. El sonido inconfundible de tacos en el asfalto les llegó desde la lejanía, pero paulatinamente el eco se fue acercando, las pisadas acelerando, en un momento casi pareció que alguien corría tras ellos, aproximándose atrevidamente. Amaro se volteó intempestivamente. Pero no vio más que a un perro que los seguía en silencio, con un trote gracioso y ligero. -¿Oíste los pasos verdad?- interrogó él a Josephine, levantando una ceja y apretándola aún más contra su cuerpo, se había sobresaltado. -Sí y muy cerca- respondió y se volteó también, cerciorándose de que nadie los seguía, excepto el perro claro. No prestaron mayor atención, a pesar de que él comenzó a chequear los alrededores de vez en cuando, indagando en los rincones oscuros, reparando en los sonidos extraños; pero no escuchó más que grillos, susurros, música y autos, y no vio más que soledad y negrura. Al llegar a casa, entraron juntos, pero ella se percató de que el perro aún los seguía y se había quedado sentado junto a la puerta cuando ellos la cerraron, entonces avisó a Amaro que saldría un momento y llevó un plato repleto del alimento del gato para dárselo al peludo amigo que la esperaba fuera. Mientras, dentro de la casa, Amaro se quitaba la chaqueta con lentitud, de pronto se sintió muy cansado. Escuchó un horrible y desesperado grito femenino desde el exterior, su cabeza se completó de turbios pensamientos cuando cayó en la cuenta de que Josephine estaba afuera, el corazón se le aceleró hasta el punto en que creyó oírlo sin dificultad, un asfixiante nudo le constriñó la garganta. Con premura salió corriendo en su auxilio. Desde el umbral de la puerta observó la escena: nada. -¿Joss? ¿Joss, dónde estás? ¿Josephine?- preguntó varias veces sin conseguir respuesta, esa era la escena, vacía. El lugar donde debía estar ella y el melindroso perro estaba vacío. Ni huellas, ni sombras, ni olores, ni sonidos. Nada. Se aproximó un par de pasos más lejos de la casa e investigó el entorno con una mirada exhaustiva, continuaba acelerado, nervioso por la desaparición de Josephine. -¿Joss?- repitió por última vez con voz muy débil. De un golpe seco, la puerta se cerró a sus espaldas. -Amaro…- oyó como un susurro en su hombro. Se movió torpemente, girando para ver la puerta cerrada y luego haciéndolo otra vez para enfrentar a quien farfullaba en su oído. Nuevamente, nada. -¡Ya basta, no es gracioso!- vociferó colérico, pero aún más nervioso; una gota de sudor inoportuna atravesó su rostro, una gota redonda y brillante. Sus sentidos terriblemente alerta percibieron el tic tac de un reloj, ciertamente comprendió que no estaba solo y aquella compañía no era Josephine jugándole una broma. No había traído las llaves con él, no podría volver a entrar a la casa y su amiga se había esfumado. ¿Qué debía esperar ahora? Se quedó paralizado, ningún plan podría urdirse en su cabeza estando así de asustado. De pronto sintió que una mano se le deslizaba por la espalda, un aliento álgido se le colaba entre la delgada camisa que llevaba puesta, sus músculos rígidos se entumecieron aún más, un recogimiento en el estómago y el pecho le hicieron olvidarse de sí mismo, todo su ser se concentraba en aquella presencia que lo rodeaba, todo su temple que se empequeñecía conforme pasaban los tensos minutos y no había un clímax horrible como el que esperaba. De pronto, sin aviso previo, un brazo le apretó el cuello, constriñéndolo cada vez más y más fuerte. -¡Y a ti quién te dijo que podías irte de mi fiesta!- gruñó la voz a sus espaldas. -Flo…- susurró Amaro y cayó asfixiado al piso.
We drink the tears of sky, with our trembling mouths; between earth and grey clouds...
Hablamos, intempestivamente vomitamos las palabras a fin de decirnos lo que nos aquejaba, gritamos en nuestros interiores, colapsados por la ira de nuestra propia distancia, acalorados de ese ardor incompetente de desnudar los sentimientos, un torbellino de caricias con la mirada, hablamos como dos inverosímiles suicidas, sabiendo que se nos acababa la vida con cada palabra, nos tiritaron los ojos, cuando ya no pudimos desmentir que las lágrimas eran por el otro, nos temblaron las manos, cuando intentamos tocarnos con indiferencia y naufragamos. Arrastrados por la marea de una despedida, ahogados por los pensamientos que ambos sabíamos y no podíamos decir, no porque la voz se nos apagara con el dolor que sentíamos, sino porque el dolor era tan fuerte que la voz misma de una confesión lo atizaría hasta consumirse.
Y lloraba desesperada, pues no sabía retener el corazón en su pecho, lloraba porque sentía que con él se iban partes de su vida, le dolían los minutos, los segundos se le incrustaban en la piel, arrancándole lágrimas aún más dolorosas. Se paró frente a una ventana y apoyó su cabeza contra el vidrio, miró a través de ella sin ver lo que había en la proximidad, pues sus ojos se tornaron a un recuerdo, una lágrima redonda y brillante como perla se le soltó bruscamente, una lágrima ardiente que le quemó el rostro cuando atravesó su mejilla. Escarbaba insistente en sus memorias, rescatando los destellos en que él se aparecía, atesorándolos así juraba nunca dejarlos, se prometía repasarlos en su mente hasta el hastío. No lo olvidaría. Volvió a llorar, la salinidad de la lluvia de sus ojos seguía irritándole la piel del rostro, una molestia incomparablemente diminuta al lado de la revolución violenta de amores que tenía dentro. -Ya no verás sus ojos, ya no estará tan cerca, se habrá ido y apenas sentirás que lo conoces, pues el tiempo no tiene precio a su lado, no te sonreirá en las mañanas, no te saludará a cada momento, te quedarás en un recuerdo fugaz, te olvidará como dejó el atardecer cada día, cuando no miró la luna diáfana en que tú pensabas, se irá perdiendo en la distancia, se irá quedando en el pasado, porque el futuro que piensas con él no existe, porque eres una en millones- murmuró abatida en sus pensamientos. Siguió mucho tiempo apoyada en la ventana con la mirada perdida, horas que perdió llorando, horas que no volverían, horas en las que podría haberlo buscado para decirle de una vez cuánto lo quería, horas en las cuales le podría haber confesado que estaba enamorada, si supiera. Si ella supiera que él lloraba en otra ventana pensando en cómo conquistarla.
En el último cuarto de la gran casa, donde las cortinas aún no se abrían, ni el sol penetraba esplendoroso, dormía Amanda enroscada como una crisálida entre las sábanas blancas; buscaba inconscientemente, tanteando con su mano, el cuerpo de Vicente, que la noche anterior se había dormido junto a ella. Cuando su onírica indagación al fin fracasó, comenzó lenta y tristemente a abrir los ojos, como quien se decepciona antes de saber porqué lo ha hecho. Curiosa paseó la mirada por la habitación, encontrándose sola. Entonces se deshizo de las sábanas que la envolvían y se levantó. Al enfrentarse al espejo que había frente a la cama observó con esmero su cuerpo desnudo, acariciándose los muslos, como si eso le diera un nuevo impulso a sus pasos de princesa. Se encaminó gozosa repitiendo en su mente que no había mujer más hermosa que ella.
-¡Amanda!- exclamó Vicente cuando la vio entrar a la cocina. Impresionado por la transparencia de su piel retuvo el aliento unos segundos; momentos en los cuales se detuvo punto a punto en ese cuerpo que le pertenecía. Reparando en las azulosas venas que le recorrían con gracia las muñecas, trastabillando en las delicadas líneas del contorno de sus pechos, mareándose en el huracán de su cintura que desembocaba en el olimpo. -¿Por qué no me despertaste?- preguntó ella sin dar mayor importancia al rostro embelesado de Vicente. Sabiendo que tenía el perfume del éxtasis impregnado en el cuerpo. Él se acercó sin mediar explicaciones, sin despegarle los ojos de encima, como un lince caminó hacia ella sigilosamente. Amanda, que se sabía fatal no hizo más que adecuar su silueta a Vicente para que él sintiera cómo se deshacían las uniones nerviosas en su interior, uniéndose luego todas con un solo propósito: quererla. En el preciso instante en que ella había entregado su voluntad al amor, una brisa fría entró desde la ventana abierta contigua a ellos. Vicente la percibió inmediatamente, imposible no hacerlo cuando los sentidos están tan alerta. -¡Maldita sea! ¿No te das cuenta? -¿Qué pasa ahora?- inquirió Amanda, asustada por la sobre reacción de Vicente. -La ventana… te están mirando- explicó él secamente. Corrió a cerrarla, pero la sutileza con la cual acariciaba a su mujer había desaparecido, quizás huyendo por la misma ventana abierta. -¡Ve a vestirte!- ordenó enajenado. Ella aún con su calma de princesa obedeció, no era la primera vez que le gritaba, no era la primera vez que se exaltaba de aquella forma, ni era la primera vez que ella acataba sus mandatos con tal paciencia. Casi desaparecía de la cocina cuando Vicente nuevamente vociferó su nombre y la atrajo a su lado. -Es la última vez que me haces esto…- pronunció entre dientes, y tomó su pequeña cara con una sola mano, apretando su mandíbula de forma violenta, sin medir la fuerza que ejercía en su blanca piel, terminó por dibujar sus dedos en simétricos moretones en cada una de sus mejillas. Ella no se defendió, apenas le corrió una lágrima que se secó tan pronto como Vicente la soltó. -¿Qué haremos hoy?- preguntó Amanda antes de marcharse de nuevo a la habitación, tan serena como si nada hubiese ocurrido. -Elige tú preciosa, podemos ir por las joyas que te prometí o por el jeep que me pediste anoche antes de hacer el amor. -El jeep- dijo ella revolviendo los ojos, recordando el instante perfecto cuando aquello ocurrió. -Eso te costará caro cariño.
Al cabo de veinte minutos apareció Amanda vestida de riguroso negro, deslumbrante, sobre unos imposibles tacones aguja y con un cigarro encendido en la mano. Vicente se entretenía hurgando en su modernísimo celular, pero cuando la vio no pudo evitar abrir los ojos como platos. -Que sea rápido- dijo Amanda, tomando las llaves de la casa e introduciéndolas en su bolsillo trasero. No solían hablar mucho cuando un plan ya estaba trazado, pero esta vez, especialmente guardaron silencio, pues era sin duda uno de los robos más grandes que se habían propuesto realizar. El jeep lo había visto Amanda hace cuatro semanas exactas, cuando caminaba por Avenida Pedro de Valdivia a tomar el autobús, un Land Rover color plata del año. El sueño inmaculado de su enfermiza ambición. Mientras, Vicente repasaba en su memoria cada uno de los pasos que había tramado. Como siempre, Amanda sería el objeto, la carnada y el escudo. Uno de los tantos precios que debía pagar por ser una princesa, o al menos por parecerlo. -¿Qué tan caro?- preguntó Amanda con la voz destemplada. -¿De qué estás hablando? -Dijiste que esto me costaría caro… -Mientras menos sepas será mejor- respondió muy áspero.
Ya en la puerta de la enorme casa se miraron de reojo, ninguno sabía bien qué hacer, o más bien Amanda no conocía el plan y Vicente no deseaba comunicárselo. Entonces, cada uno por separado actuaría a favor de sus intereses, se distrajeron un minuto y olvidaron qué tan fundamental era la coordinación de sus movimientos. El fracaso ya estaba encaminado. Ella, diestramente saltó la reja, con tal sigilo que cayó graciosamente sobre los tacones al otro lado del portón. Sacó una orquilla de su cabello y nuevamente con la presteza extraordinaria que le otorgó la costumbre, abrió sin problemas la puerta para que Vicente entrara junto a ella. -Como siempre- dijo él. Amanda entendiendo el mensaje al instante supo que debían actuar con delicadeza. -Como siempre…- repitió Amanda y comenzó a caminar en dirección al jeep, que ya había divisado desde la entrada. Sin embargo, Vicente no resistió la tentación cuando observó una puerta lateral de la casa abierta. Se dirigió a ella, embobado por los truculentos planes que se enredaban en su mente. Entró haciendo mucho ruido, excitado por el panorama fácil que se le revelaba. La casa absolutamente sola. Una gran sala se extendió delante de él cuando atravesó la cocina y otra vez estupefacto por su descubrimiento hizo gran jolgorio, volteando una mesita pequeña y tirando violentamente los cables del teléfono hasta desconectarlos. -¡Quédate ahí o te mato!- gritó una voz turbada amenazándolo. Vicente se paralizó cuando observó que un hombre de unos cincuenta años lo apuntaba decididamente con un revolver, directo a la cabeza. -¡No te muevas dije!- volvió a repetir, cuando advirtió la intención de escapar de Vicente. Mientras, afuera Amanda ya había forzado la puerta del jeep y se encontraba sentada con las manos al volante esperando que Vicente saliera por ella. Vicente se vio sin salida alguna y echó a correr desesperado, el hombre dentro disparó sin reparo alguno, alcanzándole apenas los talones. Amanda alarmada echó a andar el motor y puso marcha atrás, con tal de salir rápido del lugar pasaría incluso por sobre el portón. Vicente subió al jeep con premura y tras de él los disparos no cesaban. -¡Rápido! ¡Vamos, vamos!- instaba a Amanda. Ella nerviosa miró a su alrededor y atinó a poner reversa con peligrosa rapidez, pero en el momento exacto que lo hizo, una bala entró por la ventana del copiloto. Vicente se cubrió impresionadísimo, con el corazón escapándosele por la boca, miró caer los trozos de vidrio sobre sus pantalones y luego sintió un impacto que venía desde su espalda. Pensó en que había sido alcanzado por el proyectil, pero el impulso que recibió con el golpe lo hizo alertarse aún más y aliviado advirtió que se encontraba sano y salvo, solamente habían chocado contra la reja. -¡Muévete, podemos derribar el portón! ¡Muévete maldita sea!- ordenó enajenado. Notó que ya no se movían, no hacían presión sobre la reja y entonces miró a Amanda. Ella con enormes ojos lo observaba, cada línea en su rostro de pronto pareció exageradamente cerca, como si el horror se le hubiese implantado en el alma, su expresión desesperada se le hizo punzante, doliente, Amanda era una herida abierta en su pecho. Vicente se retorció en el asiento, pegándose a la ventana rota, incrustándosele un par de vidrios en la espalda. Amanda se desplomó, una bala le había atravesado el cuello.
Salí de mi casa desorientada; apenas desperté me levanté de la cama sin pensar y un vahído terminó por botarme al piso, sin embargo, ese mismo mareo sirvió para impulsarme hacia la calle, cuando se cruzó por mi mente la idea de emborracharme aquella noche. Tomé un elástico y amarré mi cabello en una cola, puse algo de dinero en mi bolsillo y salí atropelladamente, sin asegurar la puerta y sin apagar las luces. Quizás pensé que volvería pronto, arrepentida de mis decisiones, como solía ocurrirme. Pero continué, la misma idea insistía en mi cabeza, esa noche me borraría del mundo, o al menos unas horas. Caminé en dirección al bar donde solíamos ir con mis amigos, pero esta vez, recorrer sola ese espacio me hizo diminuta y plañidera, sentí compasión por mis pasos, que cada vez más rápidos se desesperaban por lo largo que resultaba el trecho. Nunca había ido a ese lugar caminando, lo hice siempre en auto, haciéndoseme menuda la distancia, insustancial. Ahora, que además comenzaban a aclararse mis pensamientos, el camino se hizo insufrible, extenso y desolador. Transcurridos veinte minutos llegué con el corazón escapándoseme por la garganta y la mente tan despejada, que se había hecho un sitio ya para recomenzar con los recuerdos. No, no, no, no… me repetí varias veces, pero él ya había llegado a inquietarme. Entré por la estrecha puerta de vidrio, me llevó unos segundos acostumbrar mis ojos a la oscuridad del lugar, respiré profundamente inundando mis pulmones del pesado olor a cigarrillo, cerré los ojos di otro paso y tosí con fuerza. Un chico en el fondo del lugar desvió su mirada hacia mí, pero no sostuve sus ojos y me adentré aún más, sentada en la barra pedí un trago. -Tu cosmopolitan- dijo el barman acercándome el trago y cuando se alejó hizo un pequeño guiño. Me entretuve mirando el limón agarrado a la copa, sin voluntad de hacerlo, asido únicamente por la inocente apariencia que le otorgaba al alcohol que ardía rojo como sangre a través del cristal. -¿Sólo querías mirarlo?- preguntó el mismo barman cuando daba una vuelta por el mesón y se encontró con mi ensimismamiento casi gracioso en torno a la copa. No respondí, pero él rompiendo el espacio entre ambos acarició mi rostro suavemente. Escapé de su mano, la reacción de rechazo a su fría piel me hizo retroceder. -Lo siento- dijo asustado por haberme causado aquella reacción. -No, está bien. No fue nada. Entonces se alejó con una mueca extraña en el rostro y lo seguí con la mirada hasta perderlo entre la gente que entre momentos caminaba de un lugar a otro sin más rumbo que la mesa siguiente, la barra o el baño. Volteé a ver mi trago y esta vez sin mirarlo, lo bebí apasionadamente hasta la última gota.
Había pedido el cuarto cosmopolitan cuando me di cuenta que hace media hora no decía ni una sola palabra, apenas me comuniqué por gestos con el barman una y otra vez, tenía la mente en blanco, el cuerpo lánguido y la lengua dormida. De pronto involuntariamente reí, asegurándome que aún tenía voz y me felicité por aquella proeza. -Otra copa para la damita risueña- dijo el barman que ya se me hacía simpático y tan familiar que quise abrazarlo. Tomé la copa y me moví en el taburete que estaba sentada hace ya bastante tiempo, busqué entre los rostros un momento y encontré tres pares de ojos tan dulces que me atrajeron. Unos azules profundos con forma de almendra, otros marrón pequeños e indagadores y por último, a los cuales amarré mi mirada con fuerza, unos ojos oscuros, apacibles y absorbentes. Desfachatadamente me senté entre los chicos que al momento se miraron entre sí haciendo un gesto evidente de aprobación. -Hola- dijo el de los ojos azules, esperando probablemente mi presentación, mi excusa, una mentira, una disculpa o lo que fuera que justificara mi compañía inesperada. -Marguerite- respondí pronunciando con ese tono tan prosaico que me gustaba usar para decir mi nombre, pero al mismo tiempo con la dicción francesa tan pulcra que me caracterizaba en aquel acto de presentarme. Nunca pasaba inadvertida. No había dejado de mirar al enigmático y suave hombre de los ojos oscuros y vi que abrió la boca desmesuradamente cuando escuchó mi voz. -Te conozco- dijo él. Tomé mi trago, lo bebí hasta el fondo y volví a mirarlo. Nuevamente había abierto la boca sorprendido. -Ya quisiera decir lo mismo- respondí. -Marguerite, la que paseaba ondeando ese cabello ensortijado por el patio del colegio, marcando el paso como si volara, mirándote directo a los ojos cuando se posaba bajo el sol, pues sabía que su piel de seda brillaba como luciérnaga excitada. Marguerite, la que escribía versos con un pincel en los espejos del baño, a la cual conocí el último día de la secundaria y como si fuera mi mejor amiga me abrazó, besó e hizo aprenderme estas palabras para cuando nos encontráramos otra vez. Un choque eléctrico fulminante me atacó el pensamiento y recordé cada palabra, lamenté no haber visto sus ojos antes, lamenté haber perdido ese espíritu de libertad que tenía cuando era una muchacha, lamenté estar borracha y lamenté el porqué de mi deseo de desaparecer, lamenté que fuera el amor. -…Marguerite, la que se escapa como las mariposas, la que en su aroma lleva el rocío de la aurora, a quien no olvidarás hasta que te enamores- repetimos ambos al unísono, prendiéndonos de lo sublime que sonaba la oración, como si no habláramos de mí, como si aquel ser etéreo que describíamos estuviese lejos. Sentí las miradas punzantes de los otros chicos y sacudí mi cabeza para volver al lugar indicado, pero sólo empeoré las cosas, pues el alcohol ya se había mezclado con mi sangre y había anulado buena parte de mis sentidos, el mareo no cesó. -Tomás, quizás eso no lo recordabas, ese es mi nombre- explicó él. -Ojala fuera así de…- esbocé, pero no terminé la frase, ni siquiera supe qué quería decir. -¿Estás bien?- inquirió Tomás. -No lo creo. Se puso de pie y me tomó la mano levantándome también del sofá. -Te llevaré al baño- dijo con tono preocupado. -Pero… ¿Quién es ella? ¿No piensas decirnos nada? ¿Para dónde te la llevas?- preguntaron alternadamente ambos chicos. Él no contestó y aferrada a su mano lo seguí obedientemente. Caminados varios metros me detuve. -Espera. -¿Te sientes mal?- preguntó. -No me has olvidado entonces- afirmé sosteniendo nuevamente su mirada. -Imposible, aunque has cambiado mucho. -Bien, sigamos- ordené y estiré la mano para que volviera a sujetarme. Continuamos caminando, hasta topar con el pasillo que llevaba a los baños. -Creo que aquí debo dejarte ¿Puedes sola? -Tomás… sácame de aquí, por favor- rogué cuando me di cuenta que todo se movía a mi alrededor y no me sentía tan mal físicamente como se me estaba empezando a quebrar el alma con la lucidez de mis penas. -¿Qué pasa? Estaba a punto de estallar en lágrimas cuando me abracé a su cuello, estuve a centímetros de besarlo y le sonreí atrapándolo. -Bien, ya sé para donde va todo esto ¡Vámonos!- dijo con la voz entusiasmada.
El camino en auto a un lugar que no conocía me relajó aún más los músculos de las piernas y cuando llegamos apenas pude pararme, por lo que él me ayudo buena parte del trayecto hacia dentro de la casa. Entramos y se sonrió de tal forma que me transmitió la misma atracción que sus ojos. Reí con él. -Bienvenida luciérnaga- susurró y me tomó en sus brazos violentamente. -¡Qué haces!- reclamé contagiada de una risa sugestiva. Me llevó a una habitación enorme, con cortinas azules y una cama en el centro con un cobertor también azul, tuve la sensación de estar bajo el mar. -Tomás… -¡Oh! Preciosa, dilo nuevamente. -¿Qué cosa? -Sólo dilo- pidió infantilmente. -¿Tomás? -Sí, eso- aprobó sonriendo. -Estás loco- dije revolviendo los ojos y riendo estrepitosamente. -Y tú borracha. -Tomás… Tomás… Tomás… Nos besamos como niños, nos tocamos como adolescente febriles y nos desnudamos como adultos expertos. Habíamos llegado a ese momento mágico en que no recuerdas, ni piensas, no procesas las palabras ni entiendes bien lo que estás diciendo, habíamos enredado nuestros cuerpos como serpientes y teníamos los pensamientos tan a flor de piel que el trabajo de nuestras neuronas no era guardarlos, sino decirlos. -Tomás… -No te había olvidado, lo ves. No olvidarás a Marguerite hasta que te enamores- dijo reproduciendo mi voz. -Marguerite se ha olvidado ya a sí misma- respondí. -Tomás la quiere, la ha esperado tantos años, Tomás no ha olvidado a su Marguerite escurridiza porque es de ella de quien quiere enamorarse. -Amor…- susurré tejiendo un pensamiento. -No te vayas nunca Marguerite. -Amor…- repetí sin encajar aún la corriente de mi reflexión. -¿Eso quieres ahora? -Amor… por eso estoy aquí- terminé diciendo de sopetón. -¡También lo quieres! Es demasiado, mi Marguerite perfecta, mía, mía, eres mía luciérnaga… -¡No es tu amor! Estoy por eso aquí, por eso entré en el bar, me emborraché y busqué tus ojos, por el amor que está matándome, no es Tomás el nombre que repito en mi mente- vociferé desesperándome, moviéndome escandalosamente bajo su cuerpo. -¡Detente! -Es Álvaro, por él estoy aquí intentando extinguirme, por amor, un amor que no es tuyo- comencé a llorar sin dejar de moverme. Intentaba ceñirme a Tomás para llorar con él, pero al mismo tiempo inconscientemente mi cuerpo se zafaba del suyo, entonces en el forcejeo inútil él terminó por desvanecerse sobre mí, agotando el amor por la horrible Marguerite. Sentí el peso de su cuerpo y luego la misma desolación mía. -¡Oh no! Esto está mal, está muy mal. Perdóname no podía evitarlo, te pedí que te detuvieras, sabía que pasaría esto, lo sabía…- dijo en su último suspiro. Ambos nos relajamos. -Ojala fuera así de… -Ya habías dicho eso antes ¿Por qué no terminas ahora? -Ojala fuera así de fácil- concluí. -…así de fácil desvanecerse de la vida- dijo él y una de sus lágrimas cayó en mi pecho.
Ese día yo estaba muy angustiada, salir del colegio significaba perderlo, a pesar de lo consciente que estaba de lo platónico que era ese amor, siempre en mi inocencia conservé una tonta esperanza de que la vida nos sonriera, de que él me quisiera de verdad y que este enamoramiento delirante no fuera en vano. Pero todo siguió su curso, cuando me despedí de él le ofrecí mi mano, pues él acostumbraba a saludar con ese frío gesto a quien se le cruzara por delante, sin embargo, él tomó mi rostro decaído, no me había atrevido a mirarle a los ojos en ese momento. Puso su mano bajo mi barbilla y la elevó hasta dejarme frente a su perfil perfecto. Me abrazó y nuestros cuerpos se adecuaron de tal forma que oí el compás de ambos corazones, fue la melodía de nuestra despedida, con eso firmaba mi renuncia y mi caída. Después de ese día aciago todo se convirtió en una obligación que me apesadumbraba, levantarme cada mañana se había convertido en una molestia y los días que faltaban para obtener los resultados de las universidades pasaron lento. Durante esos cuatro años no alcancé a ser conciente de la extensión de los daños que podría dejar una separación inminente, el vacío que habría de acarrearme, el doloroso pesar de extrañar hasta el más mínimo de sus detalles cotidianos, él estaba simplemente asido con fuerza a cada hebra de mis entrañas y por más cliché que sonara jamás podría olvidarlo. Luego de varias semanas en las cuales pasé maldiciendo mi suerte y odiándome de manera enfermiza lo volví a ver; regresé al colegio con el afán de contarle a mi profesora de castellano que habría de entrar a la Universidad de Chile a la carrera de Lengua y Literatura, pero apenas crucé el umbral de la puerta lo encontré a él. Abrió los ojos desmesuradamente y luego me observó de pies a cabeza con mirada inquisidora, ladeó la cabeza y comenzó a sonreír sensualmente, se había comenzado a acercar despacio, si fuera una física excéntrica quizás hasta diría que las partículas iónicas que vagaban en el espacio de separación entre ambos cuerpos se comenzaron a agitar frenéticamente. Sin embargo, cuando estuvo a tres pasos de mí, volteé con premura y salí prácticamente corriendo. Desde ese día, jamás volví al colegio y no lo he vuelto a ver durante estos largos años de su ausencia. La distancia fue el peor método para olvidarlo, la peor salida, el más cruel invierno me azotó cada temporada. Yo misma había extinguido mi sol, mi existencia flotaba a la deriva sin su eje. Me encargué de recriminármelo día y noche, de atormentarme, por simple gusto, e inauguré el descenso a un abismo que me resultaba cómodo. Continuando la tradición familiar me comí el dolor encerrada en el averno de mi vida. Cómo lo extrañé, cómo lo evoqué en sueños y pesadillas, cómo me maldije hasta convertirme en el ser más repugnante e impío que habitaba la tierra, cómo lo seguí amando, me desangré en ese accidente de perderlo hasta morir y renací para destinarme a un suicidio, fallé en mi mental intento y lloré hasta perder la consciencia de que estaba viva, padecí nuevamente y me dormí hasta consumirme en tanta torpeza, cuando desperté sentí el dolor de mil puñales afilados y ya habían pasado un par de años en este infinito dolor intransigente. Cuando caí en la cuenta, además de seguir cayendo, había cavado mil tumbas anexas a ese sufrimiento; me había mudado de casa de mis abuelos, para compartir un frío departamento con dos chicas de la universidad, a las cuales simplemente odiaba. Había aprendido a sobrevivir cada tarde con un poco de alcohol en las venas, en una juerga interminable, en un encierro que solía no recordar a la mañana siguiente, me sumí en la soledad, me avoqué a ver películas con dramas insufribles para mitigar mi propia desesperanza y recurrí a la negación como método de subsistencia. Pronto comencé a querer borrarlo de mi vida y el ingreso a la universidad me ayudó de cierta forma, conocí muchos chicos y con cada uno tenía un maquiavélico plan de sustento, sería como aprovecharse de cada uno hasta dejarlo sin fuerzas, consumirlos, absorberlos hasta acabarme sus ganas… comencé a jugar el sucio papel de microbio. La bacteria había urdido un plan y se llevó noche tras noche a un hombre diferente a la cama, lo enamoró como sólo ella sabía hacerlo, con sus abyectos reconcomios, su aire de superioridad innato y sus ojos fascinantes.
"El amor no es asunto manejable cuando la luz cegadora de un juego prohibido absorbe y enjuga la razón incorpórea."
Flor de anochecida, María Francisca Sandoval
miércoles, 24 de junio de 2009
Los ojos de Fernanda tiritaban como una luna en el agua al observar el rostro de Miguel que le hablaba con la determinación de quien cree ser dueño del mundo, de pronto él callaba y bruscamente la acercaba a su pecho y se disponía a besarla con vehemencia. Fernanda cedía, imbuida por su fuerza de mar iracundo, no ponía resistencia alguna a ese ser que amaba, ese hombre que había esperado la mitad de su vida y hoy era suyo. Casi por casualidad, lo tenía amarrado con una cuerda transparente, pero infranqueable. A pesar de su rictus serio y su personalidad absoluta, en el fondo despertaban cada cierto tiempo en su interior, atisbos de fragilidad infinita, cuando volcaba en las palabras que le salían a borbotones, su sentir abstruso. Y me dejaba pasmada, pues era a mí a quien se dirigía para explotar ese humano suave que guardaba dentro. Sin embargo, sus interminables soliloquios hablaban de ella. Miguel la amaba también, no sé cómo, pero hubo un momento en que dejó de reír al oír su nombre y de pronto los ojos le rutilaban haciéndole parecer un loco. Deliraba fascinado describiendo sus excentricidades y dibujando en el aire un castillo en su nombre. De un momento a otro callaba y volvía el serio personaje malvado del cuento, simplemente se marchaba con su acompasado caminar característico y me quedaba yo en silencio. Lo veía siempre alejarse con una gracia incomparable, sabía tan bien cómo marcharse, parecía haberlo hecho un millón de veces, parecía ser su único pasatiempo, decir adiós e irse. Fue lo que hizo siempre, fue lo que esperé y esperé sin respuesta, que esa despedida le llegara a Fernanda algún día. La observaba a ella también, pero nunca pude ver atrás de sus ojos, una nube oscura la cubría en el día y la lobreguez de la noche la seguía ocultando al irse el sol. Con el rostro impasible los dibujaba en mi mente, imaginando que tanta felicidad era mía.
No entiendo cómo lo haces, cómo logras descontrolarme hasta este punto, hasta que las lágrimas de mis ojos saben dulces, no por la aflicción que me provoca no tenerne, sino por la desesperación que me resulta de que estés tan cerca. Cómo hago para conocerte tanto, cómo hago para sentirte cuando estás cerca, sin siquiera mirarte, conozco tus manos por caricias que mi mente maquina, conozco cada hueco de tu boca por los sueños que dibuja mi imaginación, sé sincronizar mis movimientos a los tuyos, para que en el momento preciso te sientas invadido por mi presencia, siempre busco tenerte tan cerca, siempre huelo tu aura de terciopelo. Revoloteo en tu cuello, cuando estás ausente, camino al resguardo de tu sombra cuando estás dormido, ¡Dios! cuánto anhelo que seas mío, tan sólo que me abraces como únicamente yo en mi mente lo he creado, que me beses con esos besos que para tí yo he inventado. Si probaras un día a mi lado, lo sé... te quedarías, si tuviera que romper todas las reglas para estar contigo, ahora por fin digo que sí lo haría. Con una sonrisa en la cara quebrantaría cualquier parámetro de cordura, pero qué digo, si por ti ya me he sumido en un millón de enfermizas quimeras, estoy atada de pies y manos y hundida en un pozo de luz, estoy sobre espuma, estoy volando, estoy desesperada porque estoy sentada en la esquina más sublime del arco iris y tú no estás. Eres tan suave al tacto en mi imaginación, eres como sólo tú puedes serlo, como sólo tú me haz descontrolado. Y ahora que he llegado al punto culmine de mi insanidad quiero gritarte en la cara que me estás matando, que tu mirada vertiginosa recorriendo mi semblante ruborizado es lo más exquisito que puedes entregarme, que están a punto de explotar las mariposas dentro de mi vientre, que cuando me estás mirando con esos ojos de color indescriptible lo único que podría entregarte es mi contemplación absorta. Eres más que cualquier cosa que puedas imaginar, eres adictivo, eres mi droga preferida, por ti desespero y por ti me calmo. Si siguiera pensando, dejando que mis dedos construyan las millones de palabras que me muero por decirte tendría que anotar tu nombre... tu secreto nombre, que en el fondo sabes. Detrás de esa sonrisa extasiante, entre las terminaciones nerviosas de todo tu cuerpo, lo sabes. Por eso sonríes, por eso me ves con esos ojos. ¡Maldita sea! de nuevo tus ojos, apuesto a que no imaginas lo que pienso de ellos... y si tienes alguna idea, seguramente es muy lejano a lo que de verdad creo. Me gustan, me gustan mucho, ojalá alguna vez los hayas mirado al sol, así podrías saber cómo es la forma en que más me gustan... de hecho, me gusta cómo luces al sol, no te queda bien la noche sobre la piel, pareces más triste, me provocas la sensación de abrazarte y dormir a tu lado... quizás si me guste también cómo luces por la noche, pero sólo si estuvieras conmigo.
Y sigo sintiendo que sé tanto sobre ti, pero de lo que estoy más segura es de que anhelo continuar descubriéndote, viéndote día a día como si fuera el primero, como si jamás te hubiese conocido y tuviera que día a día enamorarme de ti de nuevo, por que estoy casi rozando el límite de esa palabra que me abofetea... Acabaré aquí, pues siento que estoy entregando tu recuerdo y quiero conservarlo, que sea mío por siempre, que no se me escapen detalles, ojalá a veces leyeras mi mente y supieras cómo te guardo en ella, en cada rincón reapareces.
Los errores son normales, no somos los únicos. Me repetí un millón de veces antes de salir por la puerta de la casa rumbo al hospital. Cuando crucé la puerta del Seattle Grace, advertí que había alguna urgencia, la doctora Montgomery cruzaba a paso ligero el pasillo principal, Alex la seguía casi corriendo, con su característica cara de rudeza y la mueca que delata siempre su terror de interno. Nunca la he olvidado, hacía lo mismo cuando nos acostábamos en la sala de descanso del hospital, gracias a Dios eso se acabó Alex Karev no era mi chico. Me apresuré cuando ví a Meredith con la doctora Bailey, la nazi, como le apodamos los internos. Meredith escuchó las ordenes y salió presurosa rumbo a una ambulancia que llegaba con gran estruendo. Bailey se dirigió a mi y me dio las tareas del día, teníamos un paciente crítico que esperaba un transplante de corazón y mi tarea era estabilizarlo. Cuando oí esto, me fue imposible no desviar mis pensamientos a él. Denny Duckate, mi prometido. Hace ya casi un año había muerto esperando su transplante de corazón, que nunca llegó. Lo conocí en el hospital, e inevitablemente me enamoré de él. Pero como una ráfaga desvié mis cavilaciones y procuré centrarme en el trabajo de hoy. Rápidamente me dirigí al ascensor del pasillo dos y ensimismada subí en silencio. En la parada siguiente, subió George. Me comenzaron a sudar las manos, quise desviar la vista de él, traté como tonta de usar mi mente para que el ascensor fuera más rápido, pero mientras más lo intentaba, tenía la impresión de que el tiempo se estaba durmiendo entre nosotros. George me observaba entre sus pestañas disimuladamente, pero aun así lo advertí y como un despiadado bombardeo las imágenes de nuestro error comenzaron a aflorar. Ahí estaba, en mi cama intentando dormir, cuando Meredith golpeo mi puerta para anunciar a George que venía de visita. Meredith se marchó, porque creo que Derek, su novio, la esperaba en su habitación desde hace un rato, y así entonces George, mi mejor amigo, entró en mi habitación con el rostro caracteristico de sus decepciones y una botella de whisky en una mano. -¿Me acompañas?- preguntó, y ante su pena evidente no pude negarme a una borrachera para desahogarse. Me habló sobre sus discusiones incesantes con Callie, su esposa. Y me sorprendió que el motivo de sus malos entendidos, fuera yo. Izzie Stevens, la culpable de los celos de Callie Torres. Entre el desconcierto y la ebriedad, sólo nos reímos. Pero esa risa descontrolada dio paso a un silencio casi aterrador, George se acercó peligrosamente y como en un álbum fotográfico, tengo cada imagen de esa noche grabada en mi memoria indeleblemente. Excedimos los límites de la amistad y se transformó mi cama, en el sabor más dulce que he probado, cuando en ese momento entendí por qué nunca estuve de acuerdo con el matrimonio de George O'malley, siempre había estado enamorada de él. Y ahora entre las sábanas él era mio, olvidando la vergüenza de que en su departamento lo esperaba su mujer. Cuando al fin decidí mirarlo a los ojos, él ya se había acercado un poco. Una diminuta lágrima rodó por mi mejilla cuando hice el esfuerzo de cumplir nuestra posterior promesa, resonaba como campanas en mi cabeza. Callie nunca se enteraría de esto, lo ocultaríamos como un secreto de amigos, nada volvería a ocurrir entre nosotros. George me lo repitió mil veces, fue el whisky, fue un error, somos humanos. Por más que lo intenté no pude negarme a autorizar que la mano de George enlazara mi cintura. -No me hagas esto, por favor- le pedí. Cuando él me hizo jurar que cumpliría esa promesa, también se enteró que lo amo. Él pareció no escuchar mi suplica y acercó su rostro al mio, dejando que la simetría de nuestros perfiles jugará en contra de mi voluntad. Me besó, lo hizo como aquella noche. Esa pasión no podía ser tan falsa, el whisky no trae un par de corazones que laten. Me abrazó eufóricamente, como si fuera la despedida más amarga de la vida, pero su beso fue extasiante, sólo nos desconcentró el pitido del ascensor que avisaba su llegada al piso ocho. Nos alejamos casi como en un común acuerdo y en silencio procuramos ser actores de primera y esconder todo bajo la piel. La puerta se abrió bruscamente y con una sonrisa ingente, Callie esperaba en la salida. -George, te estaba buscando- dijo alegremente, y ambos se marcharon juntos hacía el área de traumatología. Yo caminé hacía la unidad de cuidados intensivos con una culpa aún más pesada sobre los hombros y el negro escenario de tener que salvar un corazón roto, que no era precisamente el mio.
Nos reencarnamos por Sabina
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Por ejemplo tus braguitas de encaje,
por ejemplo mis uñas, tu espalda,
por ejemplo volver de viaje,
por ejemplo quitarte la falda.
Por ejemplo te toca a ...